A juzgar por lo que he podido comprobar
en fotos “robadas”, para las que no posé conscientemente, mi “cara de meditación” no se parece demasiado
a la de un buda sonriente, sino que presenta un aspecto serio e inexpresivo. De
hecho, la piedra de toque para saber si estoy relajada o no es el estado de mi
mandíbula, habitualmente dolorida y tensa.
Y es que le doy mucho trabajo.
Cada emoción se refleja en los músculos de la cara, tanto si sonrío como si
aprieto los dientes, especialmente si he forzado una mueca falsa, como una
máscara para “no preocupar” a los que me rodean o dar una “buena imagen” de mí
misma. ¡Qué liberación poder desentenderme por un rato de cómo mis gestos
influyen en los demás, permitir que mis rasgos se borren y que mi cara sea una
pizarra en blanco, sin nada que “leer” en ella!
Por la boca penetra el
alimento del cuerpo y a través de ella expresa nuestra voz lo que rumiamos por
dentro, e incluso lo administramos a los que nos escuchan, sin distinguir si se
trata de nutrientes o de venenos, como las aves alimentan a sus crías regurgitando
por el pico la comida a medio digerir. Por convivir en el mismo lugar, los
manjares y las palabras se contagian de sus respectivas cualidades y, de ese
modo, hay expresiones cariñosas que se sienten dulces, otras estimulan con una
ácida frescura cítrica, a veces se perciben salerosas y alegres en la lengua, pero
otras se muestran amargamente pesarosas. Pueden ser cálidas y reconfortantes, o
frías y secas. En ocasiones resultan duras de roer pero sustanciosas, otras se
deshacen en la boca según se están diciendo, sin dejar poso. Las más de las
veces combinan sabores y texturas, a veces de forma armónica y deliciosa, y
otras arruinando el paladar o el estómago. Pero así como el habitualmente
placentero acto de masticar y engullir puede resultar extenuante si fallan los
dientes o el apetito, igual sucede con las palabras, que a veces da fatiga
pronunciarlas, sobre todo aquellas cuya grandilocuencia apenas si cabe entre
los maxilares.
Prefiero las palabras que se
cocinan a fuego lento, como los guisos que ganan sustancia y sabor con el
reposo, porque las tonterías y banalidades engordan pero no nutren, como los
alimentos procesados y los dulces industriales. Repetir una y otra vez lo que
me “sopla” algún apuntador (tal vez mi propio ego) no va dar profundidad a mi
discurso, pues el cansino parloteo dificulta más la comprensión y la comunicación
que una sola palabra salida de la abundancia del corazón. Necesito triturar
cada palabra hasta extraer toda su sustancia, porque deglutirlas como los pavos
sólo provoca indigestión, que hincha el cuerpo y llena de gases vacuos el
espíritu.
Me alivia relajarme en el
silencio interior (y exterior), dando un descanso a los músculos faciales.
“Fundirme en negro” para que mi yo se disuelva en la atención o en la
inconsciencia, pero en cualquier caso dé una tregua a la mente, charlatana, mentirosa
e insatisfecha, en perpetua alerta por miedos y prejuicios. Y también a la
lengua, su secuaz, una exhibicionista siempre deseosa de salir a pasear con sus
amigas, la vanidad y la pedantería. Y de resultas a mi cuerpo, harto de correr
en pos de inalcanzables espejismos mentales y de contorsionarse bajo torturas
psicológicas absurdas. Por el contrario, cuando siento que mi mandíbula
inferior cae pesadamente, sé que he bajado el telón y la función ha terminado,
que los disfraces pueden recogerse en sus perchas, el maquillaje se ha quedado
adherido a la careta y se está manifestando mi rostro verdadero. Si me miro al
espejo, se transparenta el fondo.
Ana Cristina López Viñuela