El lunes 30 de enero (2023) estaba
destinado a ser un día más, empezó con las rutinarias tareas domésticas, en la
calle hacía frío, los -3°grados que marcaba el móvil y la ropa de abrigo que
llevaba la gente que pasaba lo confirmaban. La música de fondo se mezclaba con
el tono de mensajes entrantes de WhatsApp, en todos una foto reenviada muchas
veces: la escuela de mi pueblo en llamas, no me lo podía creer, empecé a
abrir otros chat en busca de más información, lo mismo, un incendio arrasa la
escuela, el salón de los mozos, lo que fue el teleclub y el sindicato, en
definitiva, la casa de todos. Pienso en mi padre que lleva viviendo cinco meses
con nosotros en León, pero dice que él sigue siendo ciudadano de La Villa (*),
no sé cómo contárselo, me faltan palabras y las imágenes son demasiado duras.
Enmudezco, rompen el silencio los
recuerdos en mi mente. En ese edificio estuvo la escuela, donde aprendí a leer,
a escribir, también valores y compañerismo.
Nuestra profesora se llamaba Doña
Sara, en aquella época el Don iba cosido a ciertos nombres en señal de
autoridad y respeto. Si te castigaban, de nada te valía llegar a casa y
quejarte porque recibías ración doble, "algo habrás hecho",
sentenciaban con voz firme y sin perder tiempo ni pedir cita para un psicólogo.
De Pascuas a Ramos nos visitaba un
inspector, ese día una vara verde de mimbre con la que Doña Sara nos enseñaba a
ver las estrellas, pasaba en décimas de segundo de su mesa a estar clavada en
una maceta como inofensivo instrumento para remover la tierra.
Si caía una buena nevada, ya no nieva
como antes (aplicable a todos los años menos a 2015), le abrían vereda, que eso
de suspender las clases es para las filomenas.
Varios años después cuando se jubiló,
llegó Patro, con ella el Don empezó a deshilvanarse de las costuras del nombre
del maestro y de muchos otros, no sé si por evolución, involución, una forma de
abreviar o en su caso porque su sonrisa acortaba distancias. Con ella empecé a
ser la niña de los nueves, aunque se me daban mejor las letras.
Tengo recuerdos vagos del sindicato,
estaba según entrabas en el edificio a la izquierda, era una tienda con un
mostrador de madera y una mezcla de olores intensos. Se vendía a granel azúcar,
orujo, aceite; también bacalao, chocolate y productos varios a cuarto y mitad.
Sin darme cuenta llegó la
adolescencia y el salón de los mozos pasó a ser punto de encuentro, una palabra
de mayores se abría paso en las vidas de mi generación: la verbena. Pasé
bastantes horas delante y detrás de la barra, la pista de baile la frecuenté
menos, de esto no hablaré mucho porque lo que pasa en la noche se queda en la
noche, con los amigos, la fuente y la chopa como testigos.
Y llegó esa noche gélida de finales
de enero que ni San Tirso se quiso atribuir, por eso dejó que pasaran 24 horas.
Me imagino a los objetos cobrando
vida como en un cuento infantil, buscando atraer un final de besos y perdices.
¡Fuego, fuego!, el grito provenía del
salón, del rincón de los Belerdas en concreto, en medio de una gran confusión
los acontecimientos se precipitaron, todo empezó a arder. En el futbolín se
jugaba la última bola, el que meta gana, el equipo que acababa de encajar un
gol saca rápido desde atrás tratando de sorprender, varios tiros a puerta
después la bola sale del campo y se pierde entre el humo para siempre.
El hielo cambia de estado y trata de
hacer frente a las llamas, pero está en inmensa minoría y pronto se evapora sin
esperanzas. La pianola resiste hasta el final como los músicos del Titanic,
enmudecen con ella melodías ancestrales y cesan todos los bailes.
En el piso de arriba, en la escuela,
las sillas se colocan en círculo y juegan, hasta que sólo queda una, y después
ninguna. Las tizas y los borradores tratan de hacer de cortafuegos al encerado,
saben que sin él no son nada, sólo munición para lanzar sobre alguna cabeza
despistada.
Las tijeras, gomas y reglas no vieron
el peligro porque estaban jugando al escondite y ocultas en el cajón de un
pupitre sin saber por qué se durmieron.
En el mapamundi ardieron todos los
continentes y el país de Nunca Jamás con ellos.
Los niños…los niños ya no estaban
hacía mucho, y en esa mañana fría de finales de enero por primera vez me alegré
de algo.
A piedra, papel o tijera se perdió
una batalla en la que el fuego ganó la partida a las mangueras y a un pueblo en
desventaja.
Si cuando cerraron la escuela sentí
un dolor como cuando me clavaron la punta de un compás en la espalda, ahora
puedo decir que parte de mis raíces son cenizas.
Unidos empezaremos la casa por el
tejado. Volverán los pasodobles y las risas. Volverá la vida. Volveremos.
INMA REYERO DE BENITO
(*) La Villa, llamada así por los lugareños a Boca de Huérgano (León)