Me gusta hacer el Camino
cuando el invierno se está convirtiendo en primavera. Los árboles se disfrazan
de piedra y son como esculturas de sí mismos en hierro oxidado, que se recortan
desnudas en el azul de un cielo inmisericorde, aunque a veces las nubes
piadosas vistan sus ramas como una floración de algodón celestial. Cuando las
rocas cubiertas de líquenes parecen troncos caídos, que se mimetizan con las
montañas viejas y grises, con neveros en lo alto, allá a lo lejos. Y mientras,
por contraste, las mejillas tersas y verdes de los praderíos muestran un bozo
suave y recién afeitado de hierba tierna, en una ostentosa celebración de vitalidad.
En el aire un aroma agridulce a descomposición y nacimiento. La decadencia y la
pujanza constituyen dos extremos de una misma realidad, que cuando se polariza
parece dual.
Un grupo de corzos trata de
hacerse invisible jugando al “escondite inglés”, alternando las rápidas
carreras con la inmovilidad absoluta, fundiéndose con el paisaje. El movimiento
y la quietud se oponen aparentemente, pero solo engañan al ojo poco avezado.
El sendero a veces pasa sobre
la hierba mullida que cede a la pisada y se vuelve inmediatamente a alzar, pero
otras agita las hojas secas del suelo, que vuelven a depositarse en la tierra
tras un fugaz revoloteo; a veces la bota es succionada por el cieno encharcado
y, en ocasiones, un desprendimiento de gravilla desliza el pie cuesta abajo.
Pero aunque muestre aspectos diferentes, el camino permanece.
Parece contradictorio, pero el
murmullo cadencioso del agua que corre, el cantar de los pájaros, el ruido de
la pisada o el ritmo de la respiración ayudan a crear silencio interior, que no
es falta de sonido, sino la integración de cada uno de ellos como parte de una
armonía superior.
La mente humana, a la que
tanto le gusta distinguir, separar y clasificar, nos quiere presentar como
opuestos el día y la noche, la juventud y la vejez, la vida y la muerte, cuando
son distintas manifestaciones de lo mismo. Porque la naturaleza no actúa de
forma lineal sino cíclica, y cuando un estado llega a su consumación, de alguna
manera marca otra vez un principio. El cambio constante forma parte de un continuum. La realidad verdadera se
aprehende cuando se renuncia a categorizarla y retenerla en un punto, y
simplemente se observa, se admira y se acepta, porque las distinciones son
categorías artificiales que nos separan de lo que es más cierto, de la unidad
de fondo que comparte todo lo creado.
Ana Cristina López
Viñuela