miércoles, 16 de febrero de 2022

EL RINCÓN DE INMA - DEMENCIA

 



Esa tarde perdió las llaves, el teléfono y la esperanza.

Tan simple como acercarse a dar comida a los patos, tan absurdo como deshojar una margarita y que te salga no.

Los acontecimientos se precipitaron en cadena, como una cascada que salpica a todos los curiosos que la visitan.

Nadie vio que las llaves cayeron del bolsillo y las arrastró la corriente de un río que empezaría a seguir su curso en dirección contraria.

Nadie vio que el teléfono quedó oculto por las hojas de esa estación maldita en la que todo cae, en la que todo acaba. Con cada llamada se iluminaba en la pantalla una foto familiar. Él situado en el centro, sonriente. Al lado una niña rubia de unos siete años le regalaba el collar más valioso que puede recibir un abuelo, rodeando con los brazos su cuello, le daba un beso en una cara que el hombre ya no reconocía.

A la derecha de la foto un niño que apenas acumularía dos primaveras soplaba las velas de una tarta con unos números que aún no sabía leer:  sesenta y siete. En ese momento nadie imaginaba que en esa foto otra persona tampoco sabía.

«AA Laura» la niña de sus ojos marcaba su número con insistencia. Diez llamadas perdidas, once, veinte llamadas perdidas... tan perdidas como la mirada de él. Hasta que el teléfono, silenciado primero, quedaría sin batería después; como pronto lo haría su vida o al menos la de los recuerdos.

Y allí sin llaves y sin teléfono se desdibujó en la orilla de sí mismo. Sólo un viejo banco vio cómo se quedó dormido cobijado por millones de estrellas a las que no acertaba a poner nombre, eran meros puntos de luz iluminando su noche.

Los “te quiero”, guardados para luego, enmudecieron.

Cerca buscaban un cuerpo perdido y una mente ausente de esperanza.

 

INMA REYERO DE BENITO

martes, 15 de febrero de 2022

The philosopher man


 

Nunca olvidaré aquel curso del 79, ese tercero de B.U.P., supuso para mí un cambio en la forma de percibir las relaciones profesor-alumno y todo gracias a, Esteban, nuestro magnífico profesor de filosofía. Hizo su entrada en clase, maletín en mano, con una sonrisa y un gesto tan amable y cercano que parecía uno más. ¡¡Pensé que estaba en otro planeta!!

Fue un privilegio escuchar a alguien que creía y disfrutaba con lo que hacía. Ese entusiasmo por mostrar y trasmitir sus conocimientos y amor por la filosofía, que era su pasión, fomento en mí la curiosidad, aprendí a plantearme el porqué de las cosas, a analizar y a discernir.

Eran tiempos convulsos, de grandes cambios en el país, el final de cuarenta años de dictadura que culminó con llegada de la Democracia, nuestra recién estrenada Constitución, elecciones, nuevas libertades… Por todo ello fue una suerte contar con las enseñanzas de este profesor, un adelantado a su tiempo, que con toda la vorágine que suponía vivir esta transformación de la sociedad, contribuyó a mostrar a sus alumnas favoritas otra realidad y otra nueva forma de entender el mundo a través de la filosofía.

Estábamos ante un profesor-filósofo en estado puro. Desde el primer día supo transmitir, a la clase, en general, y a mí, en particular, una nueva forma de pensar y de aprender a confiar en nuestros puntos de vista para así no traicionar nunca nuestros principios. Entendimos que estudiar a través de la mirada de los filósofos esos bichos raros que, mano a mano con los científicos, dedicaron su existencia a observar los fenómenos y entender el origen, el orden, en definitiva cómo funciona el universo; nos aportaba: solidez para mantener nuestro criterio, responsabilidad para responder de nuestros propios actos y lo más importante, a buscar lo esencial que no es otra cosa que la felicidad como fin. Ah y esa delgada linera roja que separa la filosofía (hacer preguntas), de la ciencia (responder a todas esas cuestiones).

Recuerdo con nostalgia el dilema que supuso para mí elegir algunos libros de aquel listado que nos presentó, pues me interesaban muchos. Finalmente me decidí por: “Apología de Sócrates”, de Platón; “El mono desnudo” de Desmond Morris; “La conquista de la felicidad” de Bertrand Russell; y “El miedo a la libertad” de Erich Fromm, este último fue una recomendación de Esteban, en lugar de mi elección personal “Así habló Zaratustra” de Fiedrich Nietzsche. Aún puedo oler las hojas de los libros nuevos, sin estrenar, el día que llegaron.

Años después leyendo “Martes con mi viejo profesor”, encontré similitudes en la relación de camaradería que se creó entre Morrie Schwartz y Mitch, con la que yo tuve con mi profesor.

Esteban fue ese profesor único que marcó la diferencia y además de enseñar materia, enseñó humanidad, acortó la distancia entre maestro y alumno, y contribuyó a crear un ambiente de cercanía y confianza especial.

Allá donde estés, va por ti, mi inolvidable profesor.

 

Nieves Valderrey López

León