Esa tarde perdió las llaves, el
teléfono y la esperanza.
Tan simple como acercarse a dar
comida a los patos, tan absurdo como deshojar una margarita y que te salga no.
Los acontecimientos se precipitaron
en cadena, como una cascada que salpica a todos los curiosos que la visitan.
Nadie vio que las llaves cayeron del
bolsillo y las arrastró la corriente de un río que empezaría a seguir su curso
en dirección contraria.
Nadie vio que el teléfono quedó
oculto por las hojas de esa estación maldita en la que todo cae, en la que todo
acaba. Con cada llamada se iluminaba en la pantalla una foto familiar. Él
situado en el centro, sonriente. Al lado una niña rubia de unos siete años le
regalaba el collar más valioso que puede recibir un abuelo, rodeando con los
brazos su cuello, le daba un beso en una cara que el hombre ya no reconocía.
A la derecha de la foto un niño que
apenas acumularía dos primaveras soplaba las velas de una tarta con unos
números que aún no sabía leer: sesenta y
siete. En ese momento nadie imaginaba que en esa foto otra persona tampoco
sabía.
«AA Laura» la niña de sus ojos marcaba
su número con insistencia. Diez llamadas perdidas, once, veinte llamadas
perdidas... tan perdidas como la mirada de él. Hasta que el teléfono,
silenciado primero, quedaría sin batería después; como pronto lo haría su vida
o al menos la de los recuerdos.
Y allí sin llaves y sin teléfono se
desdibujó en la orilla de sí mismo. Sólo un viejo banco vio cómo se quedó
dormido cobijado por millones de estrellas a las que no acertaba a poner
nombre, eran meros puntos de luz iluminando su noche.
Los “te quiero”, guardados para luego,
enmudecieron.
Cerca buscaban un cuerpo perdido y
una mente ausente de esperanza.
INMA REYERO DE BENITO