La niña descubrió una hermosa flor en el jardín, igual que el
Principito en su planeta. Singular, única, diferente. Se maravilló ante su
color y su forma, aspiró su perfume inconfundible, palpó con suavidad el
terciopelo de sus pétalos. Acudió feliz a su madre para compartir su hallazgo y
esta le reveló con voz solemne que la flor era una rosa. Repitió varias veces la palabra, paladeó cada una de sus
letras y la grabó en su memoria, para aprisionarla allí, cautiva de su deseo de
retenerla por siempre, pues sin haber leído a Umberto Eco supuso que la rosa
verdadera residía en su nombre.
Con el fin de comprenderla y hacerla suya buscó la palabra en
el diccionario. La pronunció en mil lenguas para saborearla, recreándose en
cada uno de sus matices sonoros. No conforme con la definición sencilla profundizó
en el concepto, consultó enciclopedias y manuales de botánica, hasta poder
recitar de corrido todas sus características, familias, tipos, géneros y
variedades, para hacerse la ilusión de poseer su sustancia sin resquicios.
Mientras tanto la rosa física se había marchitado inadvertidamente. La niña,
distraída, no estaba allí para despedirla y, sin ser consciente del porqué, fue
creciendo con una indefinida sensación de pérdida.
Para conservar su recuerdo se rodeó de ramos sofisticados,
caros, que se marchitaron en sus jarrones exhalando en su agonía delicadas
fragancias, con los que elaboró espléndidos centros funerarios de flores secas,
nacidos muertos. Incluso creó perfectas imitaciones artificiales, sin defectos
e inmarcesibles, jugando a ser diosa. Trató de reproducir sus cualidades para
recrear la experiencia: se roció con su esencia, se vistió con su color, pintó
su entorno de tonos rosados... Y nada de ello le devolvió la rosa genuina, que
era libre y no tenía precio.
Añorándola, buscó hacerla inmortal a través del arte y durante
años la recreó en poemas, melodías y pinturas, la declamó, la fotografió, la
filmó, la interpretó… mas solo fue capaz de inventar bellas imágenes, reflejos desvaídos
y huecos, meros sustitutos simbólicos de la rosa real, que acudían en su lugar
cuando la invocaba.
Mucho tiempo después, una anciana cansada de buscar se sentó,
sin pretensiones, en un rincón del abandonado jardín. Sus ojos se toparon
distraídamente con una rosa silvestre. Su aspecto no era impecablemente
simétrico, ni destacaba por su aroma especial, ni podía competir con la mayoría
de las flores que había observado, estudiado, cantado o adquirido a lo largo de
su vida. Incluso se notaba algo ajada, solitaria en medio de un arbusto desmedrado
y salvaje. Pero era auténtica.
Le prestó toda su atención, sin compararla con otras, ni
intentar clasificarla, aprehenderla, destilarla, reducirla a una idea,
sentimiento, sensación, expectativa o producto. Y esa mirada limpia reconectó
con la rosa primigenia, convertida en presencia pura e inasible, eternamente
fugaz. La mujer se reconoció en su savia palpitante y sonrió satisfecha, ya sin
temor al agostamiento y la muerte. Se había reencontrado con su amiga, que no
era la rosa sino la niña, tan enigmática como la Gioconda, fiel custodia del
secreto de Heráclito: todo fluye.
Ana Cristina López
Viñuela
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