La naturaleza aclama al sol
naciente en esta luminosa mañana de otoño: las vacas mugen el om con sus profundas voces, los perros
entonan mantras entrecortados en forma de ladridos y las gargantas afónicas de
los gallos invocan a Atón. A su llamado, el gran disco de fuego asciende por el
firmamento, regalando su aliento energético a todos los seres que comparten una
misma tierra sagrada, regada por el agua bendecida, aireada por el viento
divino y bajo el mismo sol, que ahora florece en el raso azul del cielo, sin
que las canas esponjosas de algunas nubes repeinadas alcancen a ocultarlo.
Los peregrinos saludan con una
sonrisa a los caminantes que avanzan en dirección contraria, como se encuentran
en el Nilo las falucas arrastradas por la corriente río abajo y las que
ascienden su curso movidas por la brisa que viene del Gran Verde, que hincha
sus velas blancas. Las pisadas levantan olas en una corriente de hojas caídas,
húmedas de rocío. Su sonido se va extinguiendo hacia la orilla, pero el oleaje
continuo interpreta una sinfonía oceánica, mientras el bastón se hunde como un
remo en un silencio abisal. El corazón recita calladamente un haiku: Amarillean / las hojas del otoño / entre
suspiros.
Mis sentidos se regocijan
maravillados. Tal vez mañana no exista, pero hoy está aquí, a mi disposición,
apetitoso como pan tierno recién horneado. Quiero morder el día como fruta
madura, degustarlo con fruición y cuidado, sin que siquiera una gota de jugo
caiga por mi barbilla y se derrame en el suelo.
Ana Cristina López
Viñuela