María es madre de un hijo adolescente. Una serie de factores desencadenaron malas decisiones por parte de ambos, que les llevaron a una posición de desencuentro.
A medida que la espiral les arrastraba más hondo,
María primero tomó conciencia de que ella era la persona adulta y, por tanto,
era responsable de influir de manera positiva en su hijo. Después fue
determinante convencerse de que ser madre no la convertía en el ombligo del
mundo, y que su hijo estaba pasando su propio proceso, que no era nada personal
contra ella, al revés, él se estaba llevando la peor parte.
Por último, pidió ayuda. Acudió a una reunión para
padres en su situación, en la que para su sorpresa solo había dos madres más. A
la pregunta del psicólogo “¿Qué es lo que más temes que le pase a tu hijo?” respondió,
con un hilo de voz, que su miedo era que terminara siendo un drogadicto, un
delincuente y, sobre todo, que no fuera feliz en la vida. El psicólogo con
mucha calma le dijo que si tiraba la toalla todo eso ocurriría.
En ese momento María se prometió que haría cualquier
cosa para que con independencia del resultado final no le quedara la más mínima
duda de que daría lo mejor para ser parte de la solución.
Puso en marcha el amor incondicional, no romper el
vínculo afectivo. El intento de poner la mano en su hombro, que nunca llegaba
por esquivamiento masivo, el “buenos días” sin respuesta, el “buenas noches”
sin eco, los “que aproveche” al viento, reiterativos intentos de conversación
en los que acababa hablando sola. Una y otra vez. No sabía cómo se produciría
el cambio, pero tenía fe y pocas alternativas, no había mucho que perder.
Así pasaron los meses, tantos, que se convirtieron en
años, hasta que poco a poco se produjo el esperado reencuentro. Nuevos sonidos
llenaron la casa; “marcho”, “estaba muy rico”, “buenos días, mamá peleona”, “pongo
la mesa”, “te he cogido un detalle por tu cumpleaños”.
En la pandemia, por saturación de aburrimiento, su
hijo propone hacer turnos para fregar, la idea es aceptada por la mayoría. Los
días que friega el chico se suma a la falta de experiencia su baja visión y
María, cuando él no se entera, vuelve a fregar. No le dice nada por miedo a que
se lo tome a mal. Después de varias semanas, comprende que es una creencia
absurda y es mucho más lógico hablar. Un día respira lento y le propone que
friegue con agua muy caliente y más lavavajillas. Cada día el resultado es
mejor, hasta el punto de que un día, sorprendida por lo perfecta que le había
quedado una cazuela, se lo comenta. Él, en un primer momento, cree que es
ironía, pero, al verificar que es cierto, se siente muy bien. La confianza,
otro de los pilares de una relación sana, comenzaba a arraigar.
Con el primer abrazo sintió que se paraba el mundo,
que todo había merecido la alegría, que su casa comenzaba a ser de nuevo un
hogar.
INMA REYERO DE
BENITO
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