Fuera transcurre una tarde cualquiera de mediados de
otoño. Ella mira absorta por la ventana a un grupo de niños que corren en
varias direcciones sin motivo aparente. Un montón de hojas secas se arremolinan
alrededor de los bancos de la plaza.
Recuerda cuando se mudó a ese lugar tranquilo mucho
antes de peinar canas. En aquella época ella también formaba parte de la vida
del barrio, una vida que comienza a escurrirse entre sus dedos.
Dos vecinas se saludan. La camarera del bar de la
esquina lleva un café cargado de sueños a Juli, la peluquera del barrio que
lleva tiempo haciendo números para llegar a fin de mes por los pelos. Un hombre
con corbata acelera el patinete.
No sabe cuánto tiempo lleva allí cuando un niño
pelirrojo sonríe a la vez que la señala con el dedo - ¡mamá, un fantasma! Tres
palabras que la alcanzan como si fueran balazos, pero en realidad no la
molestan. Por fin alguien la define con exactitud. Se siente así, invisible.
Por eso, desde hace demasiados años, cada 6 de
noviembre se enfunda el vestido de novia que no ha sido capaz de llevar a la
tintorería porque sigue oliendo a ellos. A un pasado atrapado en el futuro que
se les negó. Aún puede sentir sus dedos durante todo el recorrido de los
incontables botones, el aliento en su nuca, preludio del primer beso cálido en
su cuello. En el punto exacto donde ahora luce una cicatriz.
Miles de imágenes se proyectan confusas en su cabeza.
El sí quiero. El crucero donde comenzó su naufragio. Los primeros pasos de
Mauro. Las paellas en la finca.
El fantasma le devuelve la sonrisa al niño pelirrojo.
Se quita los zapatos para volver a la realidad, sabe que se quedará hasta el
final. Mientras, unos ojos que ya no reconocen ese cuello desabrochan el último
botón. Cae al suelo el vestido, una lágrima y su penúltima esperanza.
INMA REYERO DE BENITO
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