Esto debe ser una broma de mal gusto y pésimo olor. Que
alguien me explique qué hago hecho una bola dentro de un cubo, entre cáscaras
de langostinos, restos de lechazo y chorreando salsa rosa.
Vale que mi vida no era muy apasionante cuando pasaba la
mayor parte del día bostezando en el pasillo menos transitado del supermercado.
Sólo me divertía cuando conseguía llamar la atención de algún niño, casi siempre
me empuñaban y agitaban en el aire como una espada, hasta que una voz adulta
les gritaba:
deja de hacer el tonto, ¿no ves que tengo prisa?
Así pasaron muchos días y más de trescientas noches hasta
esa tarde. Había algo especial en el ambiente, mucho bullicio, en los altavoces
los peces bebían y bebían y volvían a beber cuando una pareja se fijó en mí.
—¡Este es perfecto! —dijo la mujer
emocionada.
—Pues ese mismo,
para lo que va a durar… —contestó el hombre sin interés.
Y ahí me vi, en un carro de la compra rodeado de un montón
de artículos que tachaban de una lista interminable. Me cambiaron varias veces
de sitio, las señales de que era un estorbo se sucedían. La cajera que les
recordó no olvidarme. Todavía me pregunto cómo no supe verlo y huir a tiempo.
Todo fue demasiado rápido en realidad; del carro al piso
menos tres del parking, y al coche, y al ascensor, y de ahí a casa. Me apoyaron
detrás de una puerta. Otra señal. Ser muy enrollado jugaba en mi contra.
Respiré.
Pasaron unas horas hasta que me propuse explorar el territorio,
pero perdí el equilibrio y acabé en el suelo. En ese momento unas manos
infantiles me arrastraron a su habitación donde un montón de muñecos hacían de
público y me convertí en un palo de hockey, después en el catalejo de un pirata
aventurero y también en una flauta bastante desafinada.
Con tanto movimiento acabé agotado debajo de la cama.
Seguro que me quedé dormido y ahí aprovecharon para cortarme, doblarme y
pegarme con celofán a una caja. Hasta me pusieron un nombre: Manolito. Yo creo
que el Manolito debía ser el jefe de la tribu, porque era el centro de atención
y todos se reían con sus monerías, yo también, pero eso duraría poco.
Seguí sin entender nada cuando me metieron en un saco con
más cajas y un señor gordo con barba nos puso debajo de un árbol decorado y
lleno de luces. Traté de pasar todo lo desapercibido posible para un papel
precioso, brillante y multicolor como yo.
Del resto de la noche ya no recuerdo más, me debí de marear
de dolor al sentir como ese niño que parecía poseído me rasgaba y me rasgaba
gritando: ¡Lo que me pedí, lo que me pedí!
INMA REYERO DE BENITO
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