Mi profesor de filosofía de
COU era un incomprendido. Con la amenazante presencia de la selectividad en
ciernes, sus alumnos no acabamos de comprender por qué se pasó días y días “atascado”
en una frase del preámbulo de la primera lección del libro: “La filosofía nació
en Grecia en el siglo VI a. C.”. A pesar de todos sus esfuerzos, me ha costado
darme cuenta de la importancia de este hecho particular.
Hasta ese momento los seres humanos
atribuían a los dioses el control de la naturaleza y de sus propios destinos,
entendidos como fuerzas externas que había que “propiciar” con ofrendas y
sacrificios. En egipcio, por ejemplo, no había palabras diferentes para
designar a Ra y al sol, a Nut y al cielo.
En ese contexto, plantearse
que un elemento físico sustentara
toda la creación y unas fuerzas no visibles generaran las relaciones entre las
distintas apariencias de la materia, era absolutamente revolucionario.
Sorprende el parecido entre la teoría del atomismo
de Leucipo y Demócrito con la moderna física; pero en este caso, como en tantos
otros, lo importante no es lo acertado de la respuesta, sino la audacia
intelectual de formularse determinadas preguntas.
Esa curiosidad llevó a los filósofos
a estudiar los valores humanos por medio de la ética, las relaciones sociales a través de la política, el comportamiento humano con la psicología, la enseñanza con la pedagogía…
Todas ellas palabras heredadas del griego. Pero sobre todo a fomentar la
libertad de opinión, el diálogo como
punto de encuentro, la diversidad de opciones válidas y la participación activa
del individuo en la vida pública. Y esas actitudes y conocimientos han llegado
a nosotros a través de una cadena ininterrumpida de “amantes de la sabiduría”.
Sin embargo, cada vez que nos
proponemos “reformar” el sistema educativo disminuye la presencia de la
filosofía y con ella del pensamiento crítico; la historia se menosprecia negando
el acceso de los jóvenes a sus raíces más profundas y se reduce el contenido de
las lenguas y las humanidades en el currículo (palabra derivada de ese latín
que ya nadie estudia).
Por más que parezca
rechazarla, cualquier ideología se fundamenta en una filosofía, un sistema de
pensamiento dirigido a un fin. En este caso, al parecer, a crear individuos ignorantes
y sin capacidad de esfuerzo, fácilmente manipulables. Y a encumbrar a unos
líderes que sólo piensan en su interés y se precian, como los sofistas, de poder defender con igual eficacia
una idea y su contraria, considerando lícito cualquier medio que les permita
alcanzar sus objetivos.
Puede que los políticos puedan
proponer un sistema educativo, pero en democracia
el poder reside en el pueblo y aún estamos a tiempo de movilizarnos para
defender una educación humanista y de calidad. Y está en nuestras manos vigilarnos
a nosotros mismos para no dejarnos dirigir como borregos por las consignas de los
medios de comunicación y las redes sociales, sino fomentar la lectura
reflexiva, la conversación abierta, el conocimiento directo de los hechos y el
acogimiento respetuoso de lo diferente, intentando comprenderlo y aprender de
ello en lugar de obviarlo, suprimirlo, censurarlo o perseguirlo. La pasividad
es muy cómoda, pero tiene consecuencias, en el presente y en el futuro. ¿Vamos
a conformarnos con criticar o buscaremos una forma de fomentar el estudio, la
reflexión personal y la libre circulación de ideas en nuestro entorno, manteniendo
la herencia de nuestros ancestros y entregándosela, enriquecida por nuestras
aportaciones, a las siguientes generaciones de seres humanos?
Ana Cristina López Viñuela
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