Me encontraba parada observando un escaparate de forma curiosa, la tienda era de numismática. Sé a quién le gusta coleccionar monedas, y si veía alguna de precio asequible, sería un posible regalo de cumpleaños.
Se
acercó a mí un joven con aire desenfadado a pedirme dinero, y le contesté con
un rotundo no. El insistió: como la
vi en frente del escaparate mirando con atención, pensé que usted era la dueña.
No para nada, le contesté.
Me
dijo que el dinero no era para drogas, alcohol, tabaco o similar, me confesó
que tenía hambre y que no había desayunado.
Vale
si es así, vamos a desayunar juntos le dije, y el accedió.
Era
un hombre poco agraciado, en parte por no tener arreglada su dentadura y por su
desaliñado aspecto, el caso es que me irradió confianza, su ropa sucia y el
escaso aseo personal dejaban mucho que
desear.
Entramos
en una cafetería y las personas allí reunidas se quedaron mirándonos
descaradamente, como dictando con sus ojos:”aforo muy limitado”. Creo recordar
que él se tomó un café y yo un zumo de naranja. Nos pusieron una sabrosa tapa
para acompañar y yo le ofrecí la mía. Le dije que eligiese un bocadillo para
comer y agua. Su mayor capricho fue
solicitarme una Coca-Cola, porque según él, el agua la podía beber en la fuente
a diario.
En
el bar conversamos y me relató retazos de su vida, y su guion fue creíble. Se
dedicó a realizar transportes y otros trabajos por los que cobró bastante
dinero y llegó a permitirse pagar la entrada para un piso. El problema era que
al no estar dado de alta en la Seguridad Social, ese periodo no le había
servido para cotizar. Y al perder el trabajo, el banco se quedó con el piso.
No
dejaba de argumentar que su padre sabía hacer de todo y que no le faltó
trabajo, reconoció que si hubiese hecho lo mismo hoy podría subsistir. Al no
tener determinadas habilidades manuales se le cerraron muchas puertas.
En
el bar me acerqué al aseo y me esperó al salir, no quiso dejarme sola y salimos
de allí juntos.
Estaba
emocionado con su ración de comida, y le hablé de Cáritas. Me emocioné aún más,
cuando me dijo que me daría un abrazo, pero como empezaba a visitarnos el
covid, era mejor que no lo hiciese. AGRADECIÓ mi atención hacia él. Me pareció
sincero, y le pregunté cuál era su nombre. Jesús, me afirmó, y nuestros caminos
dejaron de cruzarse.
Le
deseo lo mejor y no paro a menudo de pensar que cualquiera de nosotros en un
momento de nuestra vida podríamos estar como Jesús.
Detrás
del rostro de cada mendigo hay una historia que suele ser dramática,
frustrante, traumática,… vestida con una variedad de calificativos que lo hacen
único e irrepetible, como su existencia.
ANA ROSA GUTIÉRREZ ÁLVAREZ
Que hermoso gesto el tuyo Ana
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