Con el alma agotada y los pies
fatigados de tanto caminar busco refugio al pie de un árbol sabio, que crece
cercano a la vereda y me acoge en su abrazo silencioso, sin preguntas. Descansando
mi cuerpo en el montículo suavemente mullido levantado por sus raíces, mi
espalda sostenida por su tronco, adormecida por el rumor del viento entre el
follaje, sangre y savia se mezclan y mi conciencia asciende por sus ramas hasta
la última hoja, que pende ligera y sola, sostenida con fuerza por el fino
peciolo que la aferra a la Vida.
Mi perfume se une con fragancias
de flores diferentes, de colores diversos, pero ese aroma dorado y fresco que
se emana en el aire solo de mí procede, aunque se funda armónico en vegetal
sinfonía, sin diluirse en el todo por completo, consciente de sí mismo.
El rocío brillante limpió
pétalos tristes, ahora resplandecientes. La brisa en la mañana desempolvó los
trazos marcados en las hojas, un mapa de caminos tan conocidos e ignotos como
las líneas de mi mano.
Siguiendo alguno de ellos
vuelvo a entrar en mi cuerpo, purificado por una suave lluvia amarilla y fragante
de brotes tiernos desprendidos del árbol, que acarician mi rostro, caen sobre
mi regazo, como lágrimas dulces por la separación, dejando una semilla de
abundancia en mi alma y ánimo para retomar mi Camino renovada, conociendo el
sentido de mi próximo paso.
Ana
Cristina López Viñuela
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