Un acontecimiento se puede definir como traumático cuando de forma
repentina amenaza nuestra vida, nuestra integridad física, moral. Es un
acontecimiento que, a pesar de que lo escuchamos todos los días en los medios
de comunicación, no solemos pensar que nos va a suceder a nosotros y nos
descoloca en todos nuestros planes y en nuestro vivir del día a día.
Los acontecimientos traumáticos, a diferencia de los estresantes, que
son muchos de los que podemos vivir día a día, un vecino ruidoso,
preocupaciones por nuestra actividad laboral, por tener que afrontar unos pagos
que no puedo hacer frente, etc., son
imprevisibles, inesperados y asociados a un peligro de muerte, bien propia o de
alguien cercano.
Cuenta Aurore
Sabouraud-Séguin, en uno de sus libros, el diálogo de Patricia después de siete
años de haber tenido un accidente de coche:
Recuerdo
que ya me sentía en peligro antes del accidente, porque el conductor iba
demasiado deprisa. Me arrepiento de no haberle dicho nada, pero no me atreví.
Unos amigos me llevaban de vuelta a casa porque, esa noche, me habían tirado a
una piscina y estaba empapada.
El
coche va demasiado deprisa. Toma una curva muy cerrada y dos faros aparecen de
repente enfrente de nosotros. Sergio pierde el control del vehículo y chocamos
contra la pared rocosa que había a la derecha de la carretera. Entonces… No, ¡no
puede ser! ¡No! ¡No vamos a morir, no podemos tener un accidente!
Sin
embargo, el coche cae por el barranco. Las dos ruedas delanteras están ya en el
aire. No sé qué pasa, me encuentro mal. Creo que estoy volando y luego, nada
más. Oigo ruidos y ramas, ruidos sordos de carrocería. No me acuerdo de gran
cosa, sólo de esos ruidos. Me desperté después del accidente. El bosque estaba
oscuro. Ya no tenía miedo, ni sentía dolor, ni ninguna emoción. Era como si
estuviera muerta. Después alguien me llama. Oigo mi nombre y tengo ganas de
gritar: “Sí, estoy aquí! Venid a buscarme! Tengo miedo”. Pero no consigo
hablar. Me toco la cabeza y noto algo pegajoso, húmedo y caliente, algo que
resbala por mi cara. Los recuerdos de cuando vinieron a socorrernos son
confusos, entrecortados, inconexos. Me llevan. Tengo frío y miedo. Me doy
cuenta de repente de dónde estoy, de que acabamos de tener un accidente. Veo a
Eduardo. Han venido a auxiliarnos. Unos hombres me hacen preguntas sin parar y
me llevan en camilla. Tengo miedo otra vez. Me invade un pánico tremendo porque
creo que me voy a caer. Ya no puedo más. ¡Dejadme! Me cortan la ropa. No
entiendo qué pasa. ¡Dejadme! Quiero irme.
Llego
al hospital y me deslumbra una luz muy fuerte. Hay un escándalo tremendo.
Los
meses siguientes fueron una auténtica tortura. Incluso ahora tengo la sensación
de que “apesto”. Nunca he hablado de ello por la vergüenza que me da. Creo que
no me lavaron en el hospital. Debió de hacerlo mi madre cuando me llevaron a
casa. Nada más despertarme notaba ese olor a sangre coagulada que me daba ganas
de vomitar. Creo que las personas que venían a verme se daban cuenta. Me habían
afeitado la cabeza y no me atrevía a tocármela. Tenía la cara toda hinchada y
un agujero en medio del pelo. Todo eso me daba asco, e incluso ahora, al
decirlo, me entran ganas de vomitar.
Durante
semanas fueron mis padres quienes se encargaron de lavarme, de darme de comer,
de llevarme al baño. Los médicos decían: “Todo va bien, no hay nada que temer”,
y me daban otra vez cita para más adelante. Sin explicación alguna prolongaban
la rehabilitación. Me mentían. No me crecía el pelo y tenía que llevar un
collarín. Yo me daba cuenta de que seguía doliéndome, de que ya no tenía
fuerzas ni para sostener un objeto. Me sentía disminuida, humillada. Veía su
mirada, inquieta, notaba su lástima y tenía miedo: debía de estar desfigurada.
Poco a poco fui perdiendo confianza. No sabía cuánto iba a durar todo aquello. “¿Toda
la vida?”
Siempre
he sido optimista y ahora ya no puedo ni pensar en mi futuro. ¡Ni siquiera en
mañana! Desde el accidente, hace ya siete años, vivo al día. Ya no tengo ganas
de nada. Es como si en mi vida no hubiera nada más que sufrimiento: el
sufrimiento de hoy, que se confunde con el de ayer, mi vida truncada, mi
incapacidad para retomar las riendas de mi vida, para querer tomarlas.
No
me acuerdo de todo. ¿Qué se me ha olvidado? Me angustia no tener recuerdos. No es
normal. A menudo pienso en eso y hago esfuerzos por recordar, en vano.
Además,
me cuesta dormir. Me dan miedo las pesadillas. Todas las noches veo cómo me
caigo por el barranco, me siento caer, dar vueltas, veo la sangre resbalar cada
vez que ruedo por el suelo y me despierto.
Tampoco
quiero mirar la tele. Me pone nerviosa oír hablar de catástrofes y accidentes.
Me invade la ira y me entran ganas de romperlo todo. Entonces bebo para calmarme.
De hecho, ahora necesito beber todas las noches. Antes sólo lo hacía en las
fiestas para poder estar con mis amigos. Ahora ya no tengo ganas de salir.
Mis
padres me cuidan mucho y están intranquilos. Yo no me he preocupado de nada del
accidente. Son ellos quienes discuten con las compañías de seguros. Yo no estoy
al corriente de nada. Nunca hemos vuelto a hablar del accidente. No me atrevo a
preguntarles nada. Ya han sufrido demasiado por mi culpa.
He
roto con los amigos de aquella época. No vinieron a verme al hospital. No
querían que me vieran en ese estado…
Como veréis en la propia
historia que cuenta Patricia hay muchos elementos para el desconsuelo, la
apatía, la desesperanza, la culpabilidad, la soledad por la incomunicación, la
vergüenza. Ella, que fue la más tocada en el accidente, sus amigos salieron
ilesos, después de siete años, sigue traumatizada por lo acontecido e intenta
suicidarse. A partir de aquí es tratada en psicoterapia, porque además, utiliza
las adicciones, bebida y tabaco, para aliviar sus síntomas. Cuando un
acontecimiento de esta índole se hace crónico y el individuo se siente incapaz
de asumirlo, es cuando hablamos de “estrés postraumático”.
¿En qué va a consistir la
terapia? La terapia va a consistir en dejar de huir, en dar sentido a cómo se
siente uno, no en lo ocurrido, porque eso no se puede cambiar. El hablar de lo
ocurrido ayuda a reestructurar todo el acontecimiento, a darnos cuenta de que
los otros también han sufrido y por lo tanto no estaba tan solo, a tener la actitud
abierta a pedir ayuda, a comprender nuestros cambios de humor, a compartir
nuestros sentimientos, a dejarnos querer, a no culpabilizarnos por los errores,
etc. Las preguntas de porqué no hice, porqué me tuvo que suceder, etc., son
preguntas que no tienen contestación y por lo tanto son interrogantes absurdos que no llevan a ninguna salida, a ninguna certeza, sino a un círculo vicioso. También nos va a ayudar la terapia a
enfrentar de forma eficaz nuestros miedos, en lugar de evitarlos; a deshacer
creencias irracionales que, posiblemente, ya estaban instaladas en nuestras
mentes, pero a causa de lo vivido han aflorado con más intensidad; a retomar
nuestros planes y objetivos, e incluso establecer otros nuevos. En fin, como
decimos en la resiliencia, la adversidad puede ser la oportunidad para hacernos
más fuertes en lugar de más vulnerables.
Un fuerte abrazo.
Juan Fernández Quesada.
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