miércoles, 9 de agosto de 2017

EL ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

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Un acontecimiento se puede definir como traumático cuando de forma repentina amenaza nuestra vida, nuestra integridad física, moral. Es un acontecimiento que, a pesar de que lo escuchamos todos los días en los medios de comunicación, no solemos pensar que nos va a suceder a nosotros y nos descoloca en todos nuestros planes y en nuestro vivir del día a día.

Los acontecimientos traumáticos, a diferencia de los estresantes, que son muchos de los que podemos vivir día a día, un vecino ruidoso, preocupaciones por nuestra actividad laboral, por tener que afrontar unos pagos que no puedo hacer frente, etc., son imprevisibles, inesperados y asociados a un peligro de muerte, bien propia o de alguien cercano.

Cuenta Aurore Sabouraud-Séguin, en uno de sus libros, el diálogo de Patricia después de siete años de haber tenido un accidente de coche:
Recuerdo que ya me sentía en peligro antes del accidente, porque el conductor iba demasiado deprisa. Me arrepiento de no haberle dicho nada, pero no me atreví. Unos amigos me llevaban de vuelta a casa porque, esa noche, me habían tirado a una piscina y estaba empapada.

El coche va demasiado deprisa. Toma una curva muy cerrada y dos faros aparecen de repente enfrente de nosotros. Sergio pierde el control del vehículo y chocamos contra la pared rocosa que había a la derecha de la carretera. Entonces… No, ¡no puede ser! ¡No! ¡No vamos a morir, no podemos tener un accidente!

Sin embargo, el coche cae por el barranco. Las dos ruedas delanteras están ya en el aire. No sé qué pasa, me encuentro mal. Creo que estoy volando y luego, nada más. Oigo ruidos y ramas, ruidos sordos de carrocería. No me acuerdo de gran cosa, sólo de esos ruidos. Me desperté después del accidente. El bosque estaba oscuro. Ya no tenía miedo, ni sentía dolor, ni ninguna emoción. Era como si estuviera muerta. Después alguien me llama. Oigo mi nombre y tengo ganas de gritar: “Sí, estoy aquí! Venid a buscarme! Tengo miedo”. Pero no consigo hablar. Me toco la cabeza y noto algo pegajoso, húmedo y caliente, algo que resbala por mi cara. Los recuerdos de cuando vinieron a socorrernos son confusos, entrecortados, inconexos. Me llevan. Tengo frío y miedo. Me doy cuenta de repente de dónde estoy, de que acabamos de tener un accidente. Veo a Eduardo. Han venido a auxiliarnos. Unos hombres me hacen preguntas sin parar y me llevan en camilla. Tengo miedo otra vez. Me invade un pánico tremendo porque creo que me voy a caer. Ya no puedo más. ¡Dejadme! Me cortan la ropa. No entiendo qué pasa. ¡Dejadme! Quiero irme.

Llego al hospital y me deslumbra una luz muy fuerte. Hay un escándalo tremendo.

Los meses siguientes fueron una auténtica tortura. Incluso ahora tengo la sensación de que “apesto”. Nunca he hablado de ello por la vergüenza que me da. Creo que no me lavaron en el hospital. Debió de hacerlo mi madre cuando me llevaron a casa. Nada más despertarme notaba ese olor a sangre coagulada que me daba ganas de vomitar. Creo que las personas que venían a verme se daban cuenta. Me habían afeitado la cabeza y no me atrevía a tocármela. Tenía la cara toda hinchada y un agujero en medio del pelo. Todo eso me daba asco, e incluso ahora, al decirlo, me entran ganas de vomitar.

Durante semanas fueron mis padres quienes se encargaron de lavarme, de darme de comer, de llevarme al baño. Los médicos decían: “Todo va bien, no hay nada que temer”, y me daban otra vez cita para más adelante. Sin explicación alguna prolongaban la rehabilitación. Me mentían. No me crecía el pelo y tenía que llevar un collarín. Yo me daba cuenta de que seguía doliéndome, de que ya no tenía fuerzas ni para sostener un objeto. Me sentía disminuida, humillada. Veía su mirada, inquieta, notaba su lástima y tenía miedo: debía de estar desfigurada. Poco a poco fui perdiendo confianza. No sabía cuánto iba a durar todo aquello. “¿Toda la vida?”

Siempre he sido optimista y ahora ya no puedo ni pensar en mi futuro. ¡Ni siquiera en mañana! Desde el accidente, hace ya siete años, vivo al día. Ya no tengo ganas de nada. Es como si en mi vida no hubiera nada más que sufrimiento: el sufrimiento de hoy, que se confunde con el de ayer, mi vida truncada, mi incapacidad para retomar las riendas de mi vida, para querer tomarlas.

No me acuerdo de todo. ¿Qué se me ha olvidado? Me angustia no tener recuerdos. No es normal. A menudo pienso en eso y hago esfuerzos por recordar, en vano.

Además, me cuesta dormir. Me dan miedo las pesadillas. Todas las noches veo cómo me caigo por el barranco, me siento caer, dar vueltas, veo la sangre resbalar cada vez que ruedo por el suelo y me despierto.

Tampoco quiero mirar la tele. Me pone nerviosa oír hablar de catástrofes y accidentes. Me invade la ira y me entran ganas de romperlo todo. Entonces bebo para calmarme. De hecho, ahora necesito beber todas las noches. Antes sólo lo hacía en las fiestas para poder estar con mis amigos. Ahora ya no tengo ganas de salir.

Mis padres me cuidan mucho y están intranquilos. Yo no me he preocupado de nada del accidente. Son ellos quienes discuten con las compañías de seguros. Yo no estoy al corriente de nada. Nunca hemos vuelto a hablar del accidente. No me atrevo a preguntarles nada. Ya han sufrido demasiado por mi culpa.

He roto con los amigos de aquella época. No vinieron a verme al hospital. No querían que me vieran en ese estado…

Como veréis en la propia historia que cuenta Patricia hay muchos elementos para el desconsuelo, la apatía, la desesperanza, la culpabilidad, la soledad por la incomunicación, la vergüenza. Ella, que fue la más tocada en el accidente, sus amigos salieron ilesos, después de siete años, sigue traumatizada por lo acontecido e intenta suicidarse. A partir de aquí es tratada en psicoterapia, porque además, utiliza las adicciones, bebida y tabaco, para aliviar sus síntomas. Cuando un acontecimiento de esta índole se hace crónico y el individuo se siente incapaz de asumirlo, es cuando hablamos de “estrés postraumático”.

¿En qué va a consistir la terapia? La terapia va a consistir en dejar de huir, en dar sentido a cómo se siente uno, no en lo ocurrido, porque eso no se puede cambiar. El hablar de lo ocurrido ayuda a reestructurar todo el acontecimiento, a darnos cuenta de que los otros también han sufrido y por lo tanto no estaba tan solo, a tener la actitud abierta a pedir ayuda, a comprender nuestros cambios de humor, a compartir nuestros sentimientos, a dejarnos querer, a no culpabilizarnos por los errores, etc. Las preguntas de porqué no hice, porqué me tuvo que suceder, etc., son preguntas que no tienen contestación y por lo tanto son interrogantes absurdos que no llevan a ninguna salida, a ninguna certeza, sino a un círculo vicioso. También nos va a ayudar la terapia a enfrentar de forma eficaz nuestros miedos, en lugar de evitarlos; a deshacer creencias irracionales que, posiblemente, ya estaban instaladas en nuestras mentes, pero a causa de lo vivido han aflorado con más intensidad; a retomar nuestros planes y objetivos, e incluso establecer otros nuevos. En fin, como decimos en la resiliencia, la adversidad puede ser la oportunidad para hacernos más fuertes en lugar de más vulnerables.

Un fuerte abrazo.


Juan Fernández Quesada.

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