Hay personas que aman las
reuniones navideñas, los adornos, las luces, los abrazos, los buenos deseos,
los regalos… y otras que los aborrecen, porque les parecen falsos o superficiales,
o les traen recuerdos amargos.
Pasa algo parecido a lo que
ocurre con el Día del Padre o la Madre, el de San Valentin, el de Todos los
Santos, o tantos otros, en que la sociedad parece “obligarnos” a realizar
ciertos rituales para no quedar como malos hijos, progenitores o parejas.
Nos quejamos de que resulta
forzado dedicar unas fechas concretas a las personas queridas cuando tenemos
todo el año para demostrarles nuestro cariño y de que parece una estrategia de ventas,
que aprovecha el qué dirán y la mala
conciencia para hacernos gastar el dinero. Pero siendo honestos, ¿nos acordamos
con frecuencia de nuestros familiares y amigos que ya no están con nosotros, o
sólo el día que toca ir al cementerio y llevar flores? ¿Tenemos detalles o nos
reunimos con los nuestros si no hay un cumpleaños o una festividad de por
medio? ¿Nos acordamos de salir con la pareja, de arreglarnos, de obsequiarle
con frecuencia o sólo en las ocasiones?
Pues lo mismo sucede con la
Navidad. Tal vez haya mucha sabiduría detrás de que, de forma colectiva, se
ponga el foco durante unas semanas al año en prestar atención a lo bello que
hay en la vida y lo bueno que habita en cada persona que nos rodea. No es una
tontería que compartamos lo que tenemos, que nos reencontremos con nuestro niño
interior, que busquemos la compañía de quienes nos aman… y “oficializar” la
manera de hacerlo no hay que tomárselo necesariamente como una imposición, porque
también es una oportunidad.
Si nos quejamos (seguramente
con razón) de la hipocresía de algunos, que fingen lo que no sienten para sacar
provecho o para no dar la nota, procuremos al menos no caer nosotros en lo
mismo, para que los deseos de paz y concordia que manifestemos sean auténticos.
Que los mensajes de “volver a
casa por Navidad”, “al mundo entero quiero dar un mensaje de paz”, “el mayor
premio es compartirlo”, “el arte de brindar”… no se queden en campañas
publicitarias, porque el amor y la celebración de la vida no son necesidades
humanas que se colmen comprando regalos caros, comiendo turrón y bebiendo cava.
Pero esos anhelos se tienen que materializar en actos que se realizan de una
forma determinada, un día, a una hora, con unas personas… y la Navidad es una
oportunidad excelente de darles forma y presencia en nuestras vidas, aunque sea
de manera imperfecta y limitada.
Así que creo que no es tan
baladí, ni tan estúpido ponerse un gorro de Papá Noel, colocar unas bolas y
unas luces en un árbol de plástico, reunirse en torno a la misma mesa,
abrazarse y besarse, intercambiar regalos o atragantarse deglutiendo doce uvas
al ritmo de las campanadas del reloj de la Puerta del Sol, porque la
parafernalia navideña no deja de ser un cauce para todo lo que representa la
Navidad. Yo, al menos, tengo la intención de hacer eso y más, porque quiero
vivir estas fiestas con la ilusión de cuando era niña y con mi corazón abierto
a los demás, para que sientan cuán feliz soy de que estén a mi lado.
Ana
Cristina López Viñuela
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