Sentía cierta resistencia a
ver la última película de Alejandro Amenábar, “Mientras dure la guerra”, porque
hay aspectos de nuestra historia reciente a los que aún me muestro sensible y
porque iba a ir acompañada por mi madre, que vivió algunos de esos hechos
dolorosos. Pero el otro día nos decidimos a ir al cine y salimos contentas las
dos. Por una parte, porque la ciudad de Salamanca, de donde ambas guardamos
gratos recuerdos de juventud, desempeñaba un papel protagonista; y por otra,
porque no era un filme de “buenos” y “malos”, sino de seres humanos expuestos a
una situación dura y compleja, abocados a elegir entre un extremismo u otro,
sabiendo que cualquier opción les acabaría consumiendo a ellos y a lo que les
era más querido. Como decía Antonio Machado, “una de las dos Españas ha de
helarte el corazón”, si no te acababan decepcionando ambas.
Karra Elejalde ha recreado un
Unamuno contradictorio, con sentimientos y convicciones contrapuestos. Pienso
que los héroes, muchas veces, no son más que personas hartas. Más que sus
miedos o sus debilidades acaba pesando en ellos la incapacidad de tolerar por
más tiempo las injusticias y el sufrimiento, propio y ajeno.
Y los villanos absolutos
tampoco existen, simplemente son seres humanos que elevan su ideología a la
categoría de credo, y ven justificada cualquier barbaridad contra los que
sienten como enemigos de su país, de su raza o de su clase social, y por
extensión de sí mismos, eliminando cualquier posibilidad de empatía.
O individuos
que sienten miedo y ceden a las presiones. Es muy fácil juzgar la cobardía de
los demás desde la seguridad de nuestro sofá, pero a saber qué haríamos
nosotros si nuestra vida o la de nuestra familia corrieran peligro.
Se atribuye a Napoleón la
frase “quienes no conocen la historia están condenados a repetirla”, por lo que
me parece muy oportuno reflexionar sobre las consecuencias que tuvo para
nuestros antepasados la polarización ideológica previa a la guerra civil
española. Es increíble, por lo simplista, echar la culpa a una sola persona o a
un único bando. Hubo víctimas y verdugos por ambos lados, y tan crueles fueron
las represalias fascistas como las purgas que protagonizaron comunistas,
socialistas y anarquistas, o la persecución religiosa. Las actitudes
victimistas, por parte de algunos grupos, buscan culpables fuera para no
hacerse cargo de sus responsabilidades.
Todavía hay muchos cadáveres
en las cunetas y, aunque la transición fue un acuerdo que nos permitió integrarnos
en un proyecto común, ya se ve que las heridas no sanaron completamente, pues
ahora, casi un siglo después, resucitan los fantasmas del pasado.
Las generaciones que no
conocimos el sufrimiento de la guerra civil parecemos muy predispuestas a
volver a crear las condiciones que nos condujeron a ella, prefiriendo imponer
nuestro criterio a ponernos en el lugar del otro. Si se pierde la capacidad de
ver a la persona real que tenemos enfrente, para deshumanizarla y convertirla
en un prototipo (el facha, el nacionalista, el rojo, etc.), peligroso y del que
hay que “defenderse”, veremos justificadas la violencia y la humillación. ¿Cómo
puedo negociar con la “personificación del mal” sin traicionar a los míos? ¿Para
qué buscar soluciones acordadas para los problemas si puedo hacer lo que me
parezca sin contar con nadie?
Pero al final todos somos
personas, ni buenas ni malas, condicionadas por el lugar en que nacimos, la
educación, la posición que ocupamos en la sociedad, la familia, las vivencias
del pasado… Demonizar al diferente sólo puede conducir a perder lo mejor de
nosotros mismos. Creo que ninguna idea merece que se muera o se mate por ella,
ni bajo ninguna bandera se pueden acoger la tortura, la manipulación o la mentira,
en aras del “progreso”, la “identidad cultural” o la “paz social”, ni ningún
otro concepto abstracto. Como dijo Unamuno, “venceréis, pero no convenceréis”,
porque en último término, enfrentados a nuestra conciencia, todos sabemos que
el fin nunca justifica los medios.
Ana Cristina López Viñuela
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