Ese
domingo, en un intento desesperado por salir de la rutina, se puso la sudadera
que Marina le había regalado, si cerraba los ojos aún podía oler su perfume y
sentir que todavía estaba allí, podía verla con ella puesta, le encantaba
robársela los días fríos de invierno cuando se tapaban con una manta y
compartían tardes de pelis y confidencias en el sofá.
Su
vaquero desgastado favorito que hacía meses se ajustaba perfectamente a su
cuerpo le sobraba, le gritaba que se estaba convirtiendo en una sombra de lo
que fue, tras días sin comer y noches de insomnio.
Se
ató los cordones de las zapatillas con determinación, esquivó el espejo de la
entrada que últimamente le devolvía la imagen de un auténtico desconocido y
salió a la calle.
Hacía
viento, las hojas se arremolinaban en la acera, iba sin rumbo, la ciudad estaba
tranquila, sus pensamientos se iban calmando mientras avanzaba hacia ninguna
parte, se colocó los auriculares, sonaba una canción en la radio, era su
canción, la de su primer beso, la de las cenas con velas, quizá tanto dolor era
el precio por haberla amado intensamente.
Se
distraía viendo como las nubes iban deprisa, hacían una forma y desaparecían,
luego otra, algunas parecían reírse de su poca capacidad de adaptarse, todo
parecía ser pasajero menos su melancolía.
De
pronto la vio, a lo lejos, su inconfundible melena, ese vestido vaporoso que
tan bien le sentaba, caminaba segura de sí misma, su corazón se aceleró, a la
vez que sus pasos… le quedaban tantas cosas por decirle… nadie debería irse sin
avisar, dejando un simple post-it en la nevera, pensaba.
La
tenía muy cerca, olía su perfume… al girar la esquina alargaría su brazo y la
detendría, de pronto, bruscamente… sonó el despertador.
INMA REYERO DE BENITO
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