miércoles, 15 de enero de 2020

COMO LA VIDA MISMA: MEA CULPA



Pienso que deberíamos desterrar de nuestro lenguaje todas las frases que comienzan por ¿No te da vergüenza…?, ya se apliquen a no haber hecho los deberes, pegar a la hermanita o comerse los mocos, porque estamos alimentando el más estéril y dañino de los sentimientos: la culpa.

Tengo grabado a sangre y fuego en mi cabeza que los errores, los defectos y las “maldades” se han de castigar y que, si no hay ningún otro juez ni verdugo disponibles, siempre está uno mismo para aplicar la corrección, cuanto más dura mejor, para que deje huella y no se olvide fácilmente. “Expiar” la culpa parece implicar que he de sentir dolor para “remediar” algo que he hecho mal.

Pero bien mirado, parece que decirme a mí misma que soy mala persona, infame o fracasada no repara mis comportamientos incorrectos o que no han dado los frutos esperados o esperables. El sentimiento de culpa, los remordimientos, el menosprecio propio no sólo nos hacen sufrir, sino que aparentemente solo sirven para paralizarnos e impedirnos avanzar.

Y si se trata de otros, especialmente de personas a cargo de uno, os aseguro por experiencia que la humillación, aunque no sea tan penosa como la “marcha de la vergüenza” de Cersei Lannister en Juego de Tronos, no sólo es cruel, sino innecesaria y contraproducente. Para nada sirve ir delante del reo agitando la campana y gritando “avergüénzate”. No se trata de hacer sentir pequeñito y débil al que se ha equivocado, porque precisamente ese sentimiento le va a incapacitar para corregirse. ¿De dónde va a sacar las fuerzas para emprender un nuevo camino si se considera a sí mismo perverso o despreciable?

Corregir es hacer ver la razón por la que una forma de proceder no es deseable y animar a modificar la conducta. ¿Porque era eso lo que buscábamos, no? ¿O lo de menos es que haya un cambio en la persona o una mejora en los resultados? Porque igual resulta que lo único que queríamos era sentirnos menos mediocres acogotando a alguien indefenso o vengarnos de aquel cuyos actos han tenido efectos desagradables en nuestras vidas.

Pero yendo al grano: pongamos que he cometido un grave error de consecuencias funestas, por ejemplo, ser causante de un accidente de tráfico por una distracción al volante, ¿y ahora qué hago?

“Arrepentirme”, en el sentido en que se suele usar esa palabra, yo diría que no, porque no se puede volver atrás para empezar de nuevo. Uno actuó en su momento lo mejor que supo y pudo en sus circunstancias; ahora hay que apechugar con la situación actual, en lugar de darle vueltas a lo que hubiera podido hacer y no hice. Lo que sí procede es un cambio de pensamiento y de actitud de ahora en adelante.

“Avergonzarme” tampoco parece razonable, porque me resta fuerzas y autoestima para enfrentarme a la realidad del problema que se ha creado. Mientras esté escondida en una esquina, ruborizada y temblorosa, no estaré haciendo algo de provecho. Para enmendar mi equivocación necesito saberme digna y capaz, de lo contrario no podré hacerlo.

“Sentirme culpable” o “tener remordimientos” aún se me figura más improductivo, porque cuando me refocilo chapoteando en el barro de la autocompasión estoy reclamando para mí el protagonismo de la película, mientras quedan en segundo plano los que han sufrido las consecuencias negativas de mi comportamiento.

Así que lo único inteligente y provechoso que se me ocurre que pueda hacer cuando me doy cuenta o me hacen saber que me he equivocado será hacerme consciente del error, esforzarme por rectificar la situación, intentar resarcir a los que se han visto perjudicados por mi falta y procurar aprender para no volver a tropezar con la misma piedra en el futuro. Y para lograr todo esto pienso que lo mejor es mantener la calma, buscar soluciones en lugar de culpables y ser comprensiva conmigo misma y con los demás. Ya está, así de simple en el papel ¡y tan complicado de llevar a la práctica!

Puesto que es inviable hacer todo bien siempre, por una simple cuestión práctica tendremos que desarrollar cierta tolerancia al error y aprender a perdonar los fallos, centrados en lo más importante, que es la voluntad de actuar de la mejor forma posible. ¿Para qué sufrir tanto con sentimientos que no sirven para nada? Dejemos de darnos golpes en el pecho y entonar el mea culpa, y busquemos la manera de vivir en el presente, en la paz, en el amor, sin sentirnos culpables por no sentirnos culpables.

Ana Cristina López Viñuela

2 comentarios:

  1. Creo que la formación cristiana de nuestros padres tiene mucho que ver en esto... verdaderamente complejo acometer la opción correcta, pero no imposible. Gracias

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