Pienso que deberíamos
desterrar de nuestro lenguaje todas las frases que comienzan por ¿No te da vergüenza…?, ya se apliquen a no
haber hecho los deberes, pegar a la hermanita o comerse los mocos, porque
estamos alimentando el más estéril y dañino de los sentimientos: la culpa.
Tengo grabado a sangre y fuego
en mi cabeza que los errores, los defectos y las “maldades” se han de castigar
y que, si no hay ningún otro juez ni verdugo disponibles, siempre está uno mismo
para aplicar la corrección, cuanto más dura mejor, para que deje huella y no se
olvide fácilmente. “Expiar” la culpa parece implicar que he de sentir dolor
para “remediar” algo que he hecho mal.
Pero bien mirado, parece que
decirme a mí misma que soy mala persona, infame o fracasada no repara mis
comportamientos incorrectos o que no han dado los frutos esperados o
esperables. El sentimiento de culpa, los remordimientos, el menosprecio propio
no sólo nos hacen sufrir, sino que aparentemente solo sirven para paralizarnos
e impedirnos avanzar.
Y si se trata de otros, especialmente
de personas a cargo de uno, os aseguro por experiencia que la humillación,
aunque no sea tan penosa como la “marcha de la vergüenza” de Cersei Lannister
en Juego de Tronos, no sólo es cruel,
sino innecesaria y contraproducente. Para nada sirve ir delante del reo
agitando la campana y gritando “avergüénzate”. No se trata de hacer sentir
pequeñito y débil al que se ha equivocado, porque precisamente ese sentimiento
le va a incapacitar para corregirse. ¿De dónde va a sacar las fuerzas para emprender
un nuevo camino si se considera a sí mismo perverso o despreciable?
Corregir es hacer ver la razón
por la que una forma de proceder no es deseable y animar a modificar la
conducta. ¿Porque era eso lo que buscábamos, no? ¿O lo de menos es que haya un
cambio en la persona o una mejora en los resultados? Porque igual resulta que
lo único que queríamos era sentirnos menos mediocres acogotando a alguien
indefenso o vengarnos de aquel cuyos actos han tenido efectos desagradables en nuestras
vidas.
Pero yendo al grano: pongamos
que he cometido un grave error de consecuencias funestas, por ejemplo, ser
causante de un accidente de tráfico por una distracción al volante, ¿y ahora qué
hago?
“Arrepentirme”, en el sentido
en que se suele usar esa palabra, yo diría que no, porque no se puede volver
atrás para empezar de nuevo. Uno actuó en su momento lo mejor que supo y pudo
en sus circunstancias; ahora hay que apechugar con la situación actual, en
lugar de darle vueltas a lo que hubiera podido hacer y no hice. Lo que sí
procede es un cambio de pensamiento y de actitud de ahora en adelante.
“Avergonzarme” tampoco parece
razonable, porque me resta fuerzas y autoestima para enfrentarme a la realidad
del problema que se ha creado. Mientras esté escondida en una esquina,
ruborizada y temblorosa, no estaré haciendo algo de provecho. Para enmendar mi
equivocación necesito saberme digna y capaz, de lo contrario no podré hacerlo.
“Sentirme culpable” o “tener
remordimientos” aún se me figura más improductivo, porque cuando me refocilo chapoteando
en el barro de la autocompasión estoy reclamando para mí el protagonismo de la
película, mientras quedan en segundo plano los que han sufrido las
consecuencias negativas de mi comportamiento.
Así que lo único inteligente y
provechoso que se me ocurre que pueda hacer cuando me doy cuenta o me hacen
saber que me he equivocado será hacerme consciente del error, esforzarme por
rectificar la situación, intentar resarcir a los que se han visto perjudicados
por mi falta y procurar aprender para no volver a tropezar con la misma piedra
en el futuro. Y para lograr todo esto pienso que lo mejor es mantener la calma,
buscar soluciones en lugar de culpables y ser comprensiva conmigo misma y con
los demás. Ya está, así de simple en el papel ¡y tan complicado de llevar a la
práctica!
Puesto que es inviable hacer
todo bien siempre, por una simple cuestión práctica tendremos que desarrollar
cierta tolerancia al error y aprender a perdonar los fallos, centrados en lo
más importante, que es la voluntad de actuar de la mejor forma posible. ¿Para
qué sufrir tanto con sentimientos que no sirven para nada? Dejemos de darnos
golpes en el pecho y entonar el mea culpa,
y busquemos la manera de vivir en el presente, en la paz, en el amor, sin
sentirnos culpables por no sentirnos culpables.
Ana Cristina López Viñuela
Creo que la formación cristiana de nuestros padres tiene mucho que ver en esto... verdaderamente complejo acometer la opción correcta, pero no imposible. Gracias
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