Infancia y charcos es una de las combinaciones más
felices que se me ocurren.
Como la realidad es neutra dos pequeños charcos en una
cancha de baloncesto se convirtieron en los protagonistas de una escena en la
que, dependiendo del observador, jugaron un papel diferente.
Por un lado, estaba yo, sentada en un banco. No me
hubiera percatado de su existencia si no aparece un niño que atesoraba tan poca
edad que apenas mantenía el equilibrio. Se mostraba mitad inexperto, mitad
emocionado, deseando estar en varios lados a la vez para no perderse nada. Centró toda su atención, en décimas de segundo,
en su charco, un charco que se convirtió en todo su mundo.
Tiró del brazo de su madre para conseguir su objetivo,
meterse dentro y formar parte de él. Se le veía entusiasmado, inmerso en una danza
que ambos bailaban a la perfección. Ahí su madre descubrió el charco y no
estaba dispuesta a compartir tanta felicidad - ¡No!, ¡No!, ¡No saltes! Que te
mojas, que te manchas, que no llegamos a casa, venga a la silla. ¡Vamos!
¡Vamos! - Gritaba mientras le zarandeaba. El niño salió trastabillado y cayó en
plancha en otro charco que había al lado. La música en ese escenario que él no
había elegido era diferente. De salpicarse un poco pasó a calarse entero,
llorar asustado y hacerse daño en una rodilla.
Esta situación me llevó a establecer un paralelismo
con los retos que nos plantea la vida.
El charco está ahí y podemos ignorarlo, ahogarnos en
él, saltar mientras nos empapa. Podemos caminar por él con paso firme sabiendo
que al otro lado nos espera la orilla, tratar de esquivarlo o resistirnos.
Podemos tomar nuestras propias decisiones o dejarnos
llevar por las que nos impongan los demás. Nos puede recordar que hace mucho
que no somos espontáneos y nos mojamos, también puede divertirnos o enseñarnos
una lección.
¿Cuáles son tus charcos en la vida? ¿Cómo te
posicionas ante ellos?
En cualquier caso, un charco nos puede
condicionar, pero nuestra actitud será determinante.
INMA REYERO DE BENITO
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