Hace mucho tiempo que tengo
asumido que el número de Anas y de Cristinas es infinito, sobre todo si se
cuentan las variantes en diferentes idiomas; he coincidido con varias Ana Cristina;
los López abundamos bastante y los Viñuela, aunque menos, somos unos cuantos.
Pero es que me he tropezado con otra “Ana Cristina López Viñuela”, que ya tiene
más mérito, puesto que puedo prometer y prometo que yo no he escrito un libro
titulado Victoria Ocampo: de la búsqueda
al conflicto, por más que me lo atribuyan. Es más, para mi deshonra he de
admitir que he tenido que buscar a Victoria Ocampo en la Wikipedia para
enterarme de quién es.
Por tanto, el nombre con el
que nos designan es importante, pero ya se ve que no es el principal criterio
de identificación. Los egipcios decían que el nombre “verdadero” de una persona
tenia poder sobre ella, por eso entre otras razones rodeaban el nombre de sus
faraones con un cartucho ovalado, para protegerlo de otros signos “malignos”
con los que compartía pared o papiro. Por ese motivo el nombre verdadero, el
que da acceso a lo que somos, se refugia en el secreto de nuestra intimidad.
El problema surge cuando uno
mismo no sabe quién es. Nuestro cuerpo presenta unas
dimensiones, unas facciones concretas, un color de ojos, una textura de piel,
que nos hacen reconocibles y nos distinguen de los demás. ¿Pero reside ahí
nuestra identidad? Si pierdo un miembro o algunas capacidades por un accidente
o enfermedad, o los años dejan su huella en mi rostro o en mis facultades ¿soy
menos yo? No, así que yo no soy mi cuerpo.
Nuestra mente tiene una
función importante: reconoce lo que perciben los sentidos, interpreta el mundo,
dirige. Pero si puedo observarla desde fuera y descubrir cómo funciona y las
trampas que me tiende, o me es posible suspender o centrar el pensamiento, o no
es determinante mi raciocinio a la hora de tomar algunas decisiones o de obrar,
o encuentro en mi interior seguridades e intuiciones que no proceden de nada
que yo haya discurrido… es que no me puedo identificar con mi mente.
A veces los sentimientos son
más poderosos que mi intelecto y actúo movida por mis emociones. Incluso puedo
conectarme más profundamente con otras personas por medio de ellas que a través
de las palabras. Pero me doy cuenta de que tampoco soy mi alegría, ni mi
tristeza; ni mi entusiasmo, ni mi desánimo; ni siquiera mi amor o mi odio,
puesto que paso de unos a otros dependiendo de la situación y de mis juicios
acerca de ella, y puedo orientarlos y dominarlos.
¿Y si son nuestros actos los
que nos configuran? ¿O las decisiones que tomamos? Pero si me pueden obligar a
hacer algo o me siento condicionada por las circunstancias externas, o incluso
por lo que pienso o siento en un momento dado, o por el pasado, parece que
tampoco soy mi actuar, porque ni mi libertad ni mi voluntad son perfectas.
¿Entonces qué soy? ¿Un mix
de cuerpo, percepción, mente, sentimiento y actos, como una de esas bolsas de
ensaladas surtidas que venden ahora? O tal vez haya una “conciencia” que
unifique a todos ellos y les dé sentido, algo que permanezca cuando se han ido
los invitados (pensamientos, emociones, sensaciones, recuerdos) y se queda la
casa vacía.
En mi infancia me limitaba a
ser, y punto. Pero luego me hice mayor y detrás del verbo ser había que añadir una infinidad de adjetivos y complementos:
“buena”, “triunfadora”, “guapa”, “delgada”, “hija”, “alumna”, “de León”,
“española”, “filóloga”, “funcionaria”, “esposa”..., que supuestamente me
definían y señalaban mi lugar en la sociedad. Me convertí en “hacedora”,
olvidando ese estado de paz profunda y alegría pura al que conduce la
aceptación de uno mismo sin aditamentos ni añadidos, sin tener que hacer
continuamente “merecimientos” y “demostraciones”, ni disfrazarse de otro
“mejor”.
Tal vez si nos hacemos
amigos de nuestro niño interior empezaremos a darnos cuenta de que venimos
perfectos de fábrica y que todo lo
que necesitamos está dentro de cada uno. Asumiremos que mantenemos un vínculo
con todos los seres humanos, que no son esencialmente distintos de nosotros, y
lo que beneficia a uno es bueno para todos. Y aceptaremos la vida tal como se
nos presenta, fluyendo con ella, confiando en su sabiduría. Entonces quizás
comprenderemos que nuestro nombre verdadero, como el de nuestro Padre, como el
de nuestros hermanos, es “Yo Soy”, y ninguna circunstancia exterior o interior
nos puede quitar esa seguridad, ese fundamento de nuestra dignidad, esa
conexión con el ser que somos.
Ana Cristina López Viñuela
Que verdad lo que escribes y que confusa hago mi vida.
ResponderEliminarGracias Cristina.