Se dice que todo el mundo
tiene derecho a decir lo que piensa, pero observo que a veces esta frase se
utiliza como excusa para justificar los comentarios maliciosos, las
insinuaciones calumniosas o los ataques verbales.
Muchas “opiniones” están
directamente relacionadas con la envidia y el deseo de que el otro fracase, ya
sea porque lo considero un oponente o porque su éxito es un recordatorio de mi
propia mediocridad. El otro día leí que no hay que hacer mucho caso de las
críticas “constructivas” de los que nunca han construido nada. Ya desde
estudiante me di cuenta de que es más difícil emprender obras de referencia, de
las que emplean toda una vida, que escribir un articulito diciendo que alguien
se ha equivocado en una coma o una fecha. Y lo mismo pasa en muchos ámbitos: en
lugar de plantearnos horizontes ambiciosos nos limitamos a buscar pegas a lo
que otros ya han hecho antes, con lo que en cierta forma nos sentimos
“superiores”, pero cualquiera puede ver que no tiene el mismo mérito redactar
el Diccionario de María Moliner que localizar una errata entre sus cientos de
páginas.
Pongamos un ejemplo
cotidiano: alguien se ofrece a hacer una tarta para una celebración. Primero
tiene que proponérselo, luego elegir una receta, comprar los ingredientes,
realizar las distintas elaboraciones, decorarla, etc. Quien no ha hecho nada
más que sentarse a la mesa blandiendo la cucharilla puede decir que sería mejor
que en lugar de chocolate tuviera caramelo, o que en vez de fresas debería
llevar cerezas. Son sugerencias que manifiestan únicamente sus preferencias
personales y que tal vez a nadie importen, puesto que siempre están a tiempo de
elaborar otra tarta a su gusto. También podrían señalar defectos como que la
nata no está bien montada o que el bizcocho quedó crudo. Y quizás tengan razón
y su experiencia repostera le podría servir al otro para mejorar. Pero, en
cualquier caso, un pequeño detalle no se debe utilizar para echar por tierra
todo el trabajo. Y, por malos que hubieran sido los resultados, nunca se
debería desmerecer la disposición e iniciativa de quien se tomó tantas
molestias por nosotros. Pienso que cualquier opinión, para ser objetiva y
justa, debe contemplar los hechos en su conjunto y partir del respeto y la
valoración, no del deseo de llamar la atención o del capricho.
Tampoco creo que sea bueno
querer ser tan “positivos” que pasemos por alto los errores o evitemos
señalárselos al interesado, especialmente si tenemos alguna responsabilidad en
su formación por ser padres, profesores, jefes... Si observamos algún aspecto
concreto de un trabajo o persona que pueda mejorarse y nos desentendemos, le
hacemos un flaco favor y es una muestra de desconfianza en su capacidad de
superación, pero también hay que saber reconocer los logros y valorar los
esfuerzos. Una corrección nunca servirá si no se hace desde el cariño y el
respeto, y a ser posible en privado. Las críticas globales, personales y
crueles no estimulan, desalientan. Y no sé hasta qué punto el avergonzar a
alguien se puede presentar como un favor, ni ser “por su bien”, cuando solo es
una forma de quedar por encima y satisfacer el ego.
Es evidente que el insulto y
la burla no deberían considerarse en ningún caso como “comentarios”, aunque a
veces pretendamos que pasen por tales y nos creamos con derecho a despreciar y
molestar impunemente a quienes no nos gustan. Pero incluso si es el loable
deseo de proteger a nuestros seres queridos del fracaso y a la sociedad de su
destrucción lo que nos mueve a sentar cátedra, a empeñarnos en que todo el
mundo actúe como lo haríamos nosotros o como se ha hecho hasta ahora, lo que
estamos es limitando las posibilidades de progreso. Si siempre se hace lo
mismo, se obtendrán los mismos resultados. El conocimiento avanza por el método
de ensayo y error. Hay que permitir a la gente que “se equivoque”, porque a
veces el error es el camino y con nuestras imposiciones miopes podemos estar
cortando las alas de los que nos rodean.
Pero si hay algo que creo
que deberíamos poner especial cuidado en evitar es la hipocresía de callar
nuestro sentir sincero cuando nos lo preguntan o cuando alguien hace algo que
no nos parece bien, por miedo a contristar o enfadar, pero luego ir cacareando
por ahí lo que antes no hemos dicho. No sé tú, pero a mí me parece inadmisible
que se quiera hacer pasar por “opinión” la maledicencia y el cotilleo. Da igual
que se disfrace de interés o preocupación por esa persona, porque no lo es. Y
no nos engañemos, el que habla mal de otro a sus espaldas o comenta lo que le
ha dicho en confidencia hará lo mismo contigo en cuanto te des la vuelta.
Concluyendo, todos tenemos
un pensamiento acerca de lo que nos rodea y es bueno sentirnos libres para
expresarnos, pero eso no significa tener carta blanca para avasallar al
prójimo, querer imponer nuestro criterio a toda costa, minusvalorar los éxitos
ajenos por envidia o perjudicar a los demás difundiendo calumnias y
difamaciones. Me revientan quienes se quejan cuando les paran los pies de que “ya
no se puede ni hablar” o apelan a la libertad de expresión para ofender,
menospreciar y arrinconar a otros, y no me gustaría ser yo uno de ellos, pero
me parece fácil incurrir en alguno de esos comportamientos. ¿Y a ti? ¿No
estaremos a veces cayendo en lo mismo que criticamos?
Ana Cristina López Viñuela
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