Parece cosa reciente, que
tiene que ver las redes sociales e internet, pero la tiranía del like (o del me gusta, que es lo mismo pero en español) es inherente al ser
humano, pues tiene que ver con la búsqueda de aprobación y el deseo de
integrarse en el grupo.
Cuando uno vigila constantemente
su Facebook, su Twitter o su Instagram para ver cuántos “me gusta” ha recibido
o, peor aún, condiciona su vida a lo que quiere mostrar a la gente, o decide
qué piensa, qué escribe o qué hace en función de la aceptación que va a
alcanzar, pierde por completo su naturalidad y condiciona su personalidad
propia.
Es sospechoso cómo nos animan
todo el rato a describir nuestro “estado”, a subir fotos, a manifestarnos en
contra o a favor de algo, o a facilitar nuestros datos personales para que “nos
los protejan” (¿?). No os engañéis con respecto a la motivación: no es porque
vuestros followers o “seguidores”
tengan una necesidad loca de enterarse de cómo os sentís en cada momento del
día o de la noche, ni que al mundo entero le interese cada cosa que se os
ocurra hacer o decir. Son las empresas y los centros de poder quienes quieren
saber todo sobre nosotros para espiar nuestra intimidad, controlarnos y
manipularnos.
A veces, incluso, el deseo de
transmitir que uno es una persona de éxito nos lleva a fingir en las redes una
situación o un estado de ánimo ideales, que no son los nuestros. Pero esa
apariencia de felicidad hace que todo el mundo acabe creyendo que su vida es
peor que la de los demás, lo cual no sólo es falso, sino que fomenta la
envidia, el descontento y la frustración, y nos separa de los que supuestamente
son nuestros “amigos”.
He estado en asambleas donde
se aplaudía calurosamente una propuesta y, a los pocos minutos y con el mismo
entusiasmo, la contraria. Parece contradictorio, pero no lo es, pues cada
individuo se convertía en “gente” y reaccionaba como un conjunto compacto,
anulando su capacidad de discernimiento y su criterio personal. Existen
técnicas perfectamente descritas para la manipulación de masas y por algo se
llama mass media o “medios de
comunicación de masas” al cine, la radio, la prensa, la televisión, internet…
porque no tratan tanto de informar objetivamente o ayudar a formar una opinión
a cada persona individual, como de dirigir el pensamiento colectivo y adormecer
la capacidad de discurrir por uno mismo.
Una manera de silenciar al
“disidente” es rechazar con violencia o desprecio a todo aquel que no acepte
ciegamente lo que se quiere imponer a la mayoría o no encaje en el molde
preestablecido. Existen palabras talismán como “libertad” o “progreso”, que hay
que apropiarse a toda costa, porque quien disienta tendrá entonces que ser “fascista”
o “retrógrado” por definición. Haced la prueba y analizad cualquier discurso
político: comprobaréis que no se discute sobre las diferentes formas de
afrontar un problema, sino que se trata de imprimir sobre la opción propia el
sello de lo “progresista” y de descalificar las opiniones contrarias sin
intentar siquiera comprender qué las motiva. Se barajan con demasiada
frecuencia conceptos irracionales, acusaciones no demostradas o directamente
insultos, como “casta corrupta”, “nazis” o “chusma”, que no van dirigidos a la
cabeza, sino a las tripas del que los escucha, fomentando el odio y la
desconfianza hacia los que son diferentes, pero no necesariamente enemigos.
Dejemos de vivir nuestra
existencia de cara a la galería para buscar la autenticidad que se encuentra en
el contacto físico o visual directo, en la conversación abierta, en la búsqueda
honesta de la verdad y en el encuentro sincero con las personas, sin prejuicios,
reservas mentales, ni ideas preconcebidas, aunque esa actitud no nos haga
“populares”.
Ana Cristina López Viñuela
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