Procusto “el Estirador” es
un personaje mitológico de la antigua Grecia que ofrecía posada en su casa al
viajero solitario. Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de hierro donde, mientras
el viajero dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho. Si la
víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, procedía a serrar las
partes del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza. Si, por el
contrario, era de menor longitud que la cama, lo descoyuntaba a martillazos
hasta estirarlo. Afortunadamente para el turismo en el Peloponeso dio con
Teseo, que tras retarle a comprobar si su propio cuerpo encajaba con el tamaño
de la cama, lo “ajustó” cortándole a hachazos los pies y la cabeza, y así
terminaron sus hazañas de psicópata asesino.
Lo queramos o no, todos
tenemos nuestra propia “cama de Procusto” mental, más o menos flexible o
rígida, formada por prejuicios heredados, presupuestos sociales, apegos a la
tradición o la experiencia… donde pretendemos hacer encajar todo lo que nos
rodea, incluidos nosotros mismos. Pero esos esquemas no suelen concordar
exactamente con la realidad, porque no se han trazado a partir de ella, sino de
una visión parcial y muchas veces dirigida por intereses ajenos.
Para Procusto los límites de
su cama delimitaban la perfección, lo correcto, lo que “tiene que ser”, de
forma que todo lo que excedía sobraba y lo que no llegaba faltaba. Pero ese
juicio implacable siempre conduce a la tortura y la muerte, aunque sea de forma
metafórica, pues cuando uno vive inmerso en el fanatismo y el pensamiento único
se agostan la espontaneidad, el crecimiento, la confianza, la tolerancia, el
amor… Y además uno está tan convencido de obrar bien, que está dispuesto a
cualquier sacrificio personal y a justificar toda infamia contra aquello que
considera una amenaza contra el orden, la inteligencia y la moral. Pero le
acaba traicionando su propio sistema, porque ningún ser humano es el producto
de una cadena de montaje industrial, por lo que es incapaz de acoplarse
exactamente con un modelo preestablecido y esto le producirá gran frustración y
dolor, además de abocarle al fingimiento de una personalidad artificial que le
permita ser “aceptable”.
Si empleamos nuestra vara de
medir para juzgar a las personas, trataremos de “cortar la cabeza” a quienes
sobresalgan por encima de la nuestra o despreciaremos a los que “no dan la
talla”, y con ello nos haremos un mal a nosotros mismos. Para empezar, porque
habremos desperdiciado en cavilar maquinaciones la energía que necesitamos para
crecer, pero sobre todo porque desmembrando lo “singular” de cada cual perdemos
la posibilidad de beneficiarnos de la creatividad y la visión de quienes tienen
otras cualidades diferentes de las nuestras.
La única forma que conozco
de romper los moldes o, al menos, de fabricarlos de materia más maleable que el
hierro, es salir de mi entorno conocido. Leer, viajar, conversar con personas
diferentes a mí, integrarme en otras culturas, estudiar historia y filosofía…
me hacen relativizar los conceptos que creo absolutos y abrirme a lo diferente.
Creo que uno no conoce en profundidad "lo suyo” hasta que no lo contrasta
con “lo de otros”, lo que no significa que tenga necesariamente que establecer
cambios o renunciar a lo anterior, sino tan solo ser consciente de la
voluntariedad de sus elecciones.
Aunque me encantaría carecer
de filtros y limitaciones en mis pensamientos y mis relaciones con los demás,
descubro en mí misma esa tendencia a etiquetar la realidad y clasificar a las
personas, por lo que me conformaría con introducir un puntito de desconfianza
en mis convicciones “innegociables” e intentar no rechazar sin más aquello que
me rompe los esquemas, sin dar por supuesto que cualquier forma de ver las
cosas que no encaje exactamente con la mía tiene que ser por fuerza una
equivocación, una debilidad o un pecado. Como diría Shakespeare por boca de
Hamlet “hay más cosas en el cielo y la tierra de las que sueña tu filosofía”.
Para asegurarse de no caer en ese error hay que osar preguntarse con honestidad
y de forma recurrente ¿me estaré comportando yo como un Procusto más?
Ana Cristina López Viñuela
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