Aquella mañana, sin ningún tipo de explicación cambiaría el rumbo de su vida.
A la
vez que escuchaba cómo se alejaban sus pasos mientras sus caminos se bifurcaban
para siempre, el peso del mundo cayó sobre sus delicados hombros.
Se
observaba allí desvencijado y empezó a hacer un repaso una y otra vez de lo que
pudo ocurrir; repasaba cada abrazo y los encontraba todos perfectos, repasaba
las veces que había rodado por el suelo sin una queja, repasaba las tardes de
cosquillas y el día que le puso aquel extraño nombre cariñoso y cómico a la
vez.
No
encontraba ninguna pista y en cada repaso se deslizaba un poco más sin querer
ser lo que ya era: el protagonista absoluto de un espacio vacío para él.
Se
sintió náufrago y forastero, sin faro ni mapa, trató de identificar su
territorio recién colonizado; debajo una papelera sustentaba su peso muerto y
de paso le salvaba de una caída inminente; detrás una pared del color de los
malos augurios con tantas cicatrices que quién sabe si también alguien la había
depositado allí; de frente la nada.
Perdió
la noción del tiempo, su mente se fundió al blanco; distraído observó en su
cuerpo las heridas de otras pieles, al tocarlas comprobó que ya no sangraban
tanto, eso le reconfortó.
En
ese momento se imaginó al soldadito de plomo que seguiría en su pacífica
estantería y deseó tener su coraza y cambiar abrazos por arrojo; sensibilidad
por confianza.
Algo que sabía que no iba a pasar, jugar a ser otro
nunca funciona, sería mejor esperar; pensándolo bien la vida es una aventura y no
era para tanto estar de nuevo en un escaparate.
INMA
REYERO DE BENITO
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