Hace años, decidimos un grupo
de amigos dedicar un fin de semana a hacer turismo por León, donde vivimos y la
mayor parte de nosotros hemos nacido, como si se tratase de un lugar
desconocido. Visitamos la Catedral, subimos a los andamios para ver de cerca
las vidrieras, conocimos el Museo de León y el Museo Etnográfico Provincial de
Mansilla de las Mulas, entramos en la Casa Museo-Sierra-Pambley, revivimos las justas
de don Suero de Quiñones en Hospital de Órbigo, etc. Para muchos era la primera
vez y nos sorprendió.
Es bastante común mostrar una
actitud abierta y de valoración hacia lo “de fuera” y, en cambio, despreciar
nuestro entorno habitual porque está ahí mismo y lo estará mañana. Y así,
pagamos contentos 25 € por entrar en la Casa Batlló o en la Sagrada Familia
cuando viajamos a Barcelona, pero no hemos visitado nunca la Casa Botines o el
Palacio Episcopal de Astorga, que también son de Gaudí.
También nos cuesta reconocer
la valía de las personas de nuestro entorno, de ahí lo de que “nadie es profeta
en su tierra”. Parece como si sólo pudieran destacar los desconocidos, porque el
compañero de clase o el colega que trabaja conmigo no pueden ser en forma
alguna extraordinarios: nos falta perspectiva para percibir algo que no sea su “normalidad”,
lo que hace que minusvaloremos sus cualidades y logros, al menos hasta que
alguien de fuera nos muestra su valor excepcional.
Y si es difícil admitir que
los conocidos sobresalgan en algún aspecto, ¿qué decir de nosotros mismos y
nuestros seres cercanos? Hay que estar muy atento para que no nos pase como al
protagonista de la película “!Qué bello es vivir!”, que creía que su vida era
insignificante y sin trascendencia alguna… hasta que pudo comprobar en una
visión hasta qué punto su existencia había influido en el devenir de su ciudad
y en la vida de mucha gente.
Me cuesta imaginarme a mí
misma como en una película Disney, con mi hada madrina junto a la cuna concediéndome
con su varita mágica alguna gracia especial, pero si me centro en los hechos
hay una serie de dones de los que dispongo y que otros ya no tienen o no han
tenido nunca. Para empezar: la vida y el tiempo. Reconozco que mi cuerpo no es
el más joven, hermoso y atlético del mundo, pero tengo salud, todas mis
capacidades sensoriales e intelectuales activas, pleno movimiento y posibilidad
de acariciar, besar, abrazar, cantar, bailar, llorar y reir. Pues parece que no
está mal… Pero además gozo de raciocinio, sé leer y escribir, me puedo
comunicar en varias lenguas, soy capaz de disfrutar de la música, el arte y la
danza, cuento con conocimientos que me permiten realizar un trabajo útil, sé
bromear… Y, si pienso en mi vida, son innumerables las personas que han pasado
por ella dejándome una enseñanza, un servicio, una sonrisa, un gesto de
simpatía… Y también es inmensurable todo el amor que he dado y recibido de mis
seres queridos e incluso de personas con las que he recorrido algún trecho de
mi camino. Vaya, pues haciendo recuento, igual no tengo superpoderes, pero no
me puedo quejar. ¿Y tú? ¿Y por qué habitualmente estamos focalizados en
nuestras carencias en vez de fijarnos en todo lo que está a nuestra disposición?
¿Y si estamos ignorando nuestros talentos en lugar de hacerlos rendir para
nuestro beneficio y el de los demás?
Dice un proverbio chino que
“el leve aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”. Si
supiéramos la importancia que tienen nuestros actos e incluso nuestros
pensamientos para el conjunto de la humanidad, seguro que los cuidaríamos más, que
sentiríamos la responsabilidad de aprovechar el tiempo y que valoraríamos cada
gesto, cada muestra de bondad, inteligencia o belleza que se nos ofrece como lo
que son: un gran tesoro.
Ana Cristina López Viñuela
Cómo cuesta apreciar la belleza de lo conocido y lo mundano. Hay que darle más valor a los actos cotidianos.
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