martes, 12 de febrero de 2019

COMO LA VIDA MISMA: EL DESPRECIO DE LO PROPIO


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Hace años, decidimos un grupo de amigos dedicar un fin de semana a hacer turismo por León, donde vivimos y la mayor parte de nosotros hemos nacido, como si se tratase de un lugar desconocido. Visitamos la Catedral, subimos a los andamios para ver de cerca las vidrieras, conocimos el Museo de León y el Museo Etnográfico Provincial de Mansilla de las Mulas, entramos en la Casa Museo-Sierra-Pambley, revivimos las justas de don Suero de Quiñones en Hospital de Órbigo, etc. Para muchos era la primera vez y nos sorprendió.

Es bastante común mostrar una actitud abierta y de valoración hacia lo “de fuera” y, en cambio, despreciar nuestro entorno habitual porque está ahí mismo y lo estará mañana. Y así, pagamos contentos 25 € por entrar en la Casa Batlló o en la Sagrada Familia cuando viajamos a Barcelona, pero no hemos visitado nunca la Casa Botines o el Palacio Episcopal de Astorga, que también son de Gaudí.

También nos cuesta reconocer la valía de las personas de nuestro entorno, de ahí lo de que “nadie es profeta en su tierra”. Parece como si sólo pudieran destacar los desconocidos, porque el compañero de clase o el colega que trabaja conmigo no pueden ser en forma alguna extraordinarios: nos falta perspectiva para percibir algo que no sea su “normalidad”, lo que hace que minusvaloremos sus cualidades y logros, al menos hasta que alguien de fuera nos muestra su valor excepcional.

Y si es difícil admitir que los conocidos sobresalgan en algún aspecto, ¿qué decir de nosotros mismos y nuestros seres cercanos? Hay que estar muy atento para que no nos pase como al protagonista de la película “!Qué bello es vivir!”, que creía que su vida era insignificante y sin trascendencia alguna… hasta que pudo comprobar en una visión hasta qué punto su existencia había influido en el devenir de su ciudad y en la vida de mucha gente.

Me cuesta imaginarme a mí misma como en una película Disney, con mi hada madrina junto a la cuna concediéndome con su varita mágica alguna gracia especial, pero si me centro en los hechos hay una serie de dones de los que dispongo y que otros ya no tienen o no han tenido nunca. Para empezar: la vida y el tiempo. Reconozco que mi cuerpo no es el más joven, hermoso y atlético del mundo, pero tengo salud, todas mis capacidades sensoriales e intelectuales activas, pleno movimiento y posibilidad de acariciar, besar, abrazar, cantar, bailar, llorar y reir. Pues parece que no está mal… Pero además gozo de raciocinio, sé leer y escribir, me puedo comunicar en varias lenguas, soy capaz de disfrutar de la música, el arte y la danza, cuento con conocimientos que me permiten realizar un trabajo útil, sé bromear… Y, si pienso en mi vida, son innumerables las personas que han pasado por ella dejándome una enseñanza, un servicio, una sonrisa, un gesto de simpatía… Y también es inmensurable todo el amor que he dado y recibido de mis seres queridos e incluso de personas con las que he recorrido algún trecho de mi camino. Vaya, pues haciendo recuento, igual no tengo superpoderes, pero no me puedo quejar. ¿Y tú? ¿Y por qué habitualmente estamos focalizados en nuestras carencias en vez de fijarnos en todo lo que está a nuestra disposición? ¿Y si estamos ignorando nuestros talentos en lugar de hacerlos rendir para nuestro beneficio y el de los demás?

Dice un proverbio chino que “el leve aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”. Si supiéramos la importancia que tienen nuestros actos e incluso nuestros pensamientos para el conjunto de la humanidad, seguro que los cuidaríamos más, que sentiríamos la responsabilidad de aprovechar el tiempo y que valoraríamos cada gesto, cada muestra de bondad, inteligencia o belleza que se nos ofrece como lo que son: un gran tesoro.

Ana Cristina López Viñuela

1 comentario:

  1. Cómo cuesta apreciar la belleza de lo conocido y lo mundano. Hay que darle más valor a los actos cotidianos.

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