Un día salí con mi marido a
tomar un vino a un concurrido bar y tuvimos la gran suerte de encontrar lugar
para acomodarnos. Nos sentamos en un banco corrido alto, con el respaldo a lo
largo de una pared, frente al cual se disponían tres mesitas y, delante de cada
una de ellas, dos banquetas. No habían pasado tres minutos cuando se sentó en
las banquetas de enfrente una pareja, acompañada de dos niños, haciendo uso de
la mesa sin pedir permiso, ni tan siquiera dar las buenas tardes. Casi en el
mismo momento uno de los niños, de unos cinco años, llamémosle Pepito, decidió
escalar hasta el asiento del banco con las manos pringosas de patatas fritas,
utilizando el escaso espacio que había entre donde yo estaba sentada y otro
cliente. Dirigí mi mirada hacia la madre, ni caso. Miré al padre, que murmuró
débilmente y sin convencimiento: “Pepito, no te subas, que luego querrá hacerlo
Manolito”. Esto sólo sirvió para que Pepito siguiera a lo suyo hasta conseguir
trabajosamente subir y luego bajar, haciéndose hueco a empujones, y para dar
ideas a Manolito, de unos tres años, al que faltó tiempo para ponerse a escalar
en cuanto bajó su hermano. Y así comenzó una sucesión de ascensos y descensos,
que iban dejando un reguero de grasa cada vez más extenso en el cuero del
asiento, consiguiendo arrinconarme cada vez más contra mi marido, agarrando con
desesperación el abrigo, la bufanda y el bolso, alternando el pensamiento de
cuándo iba a poner la lavadora, con el de que el pobre Herodes no es más que un
incomprendido… Hasta que nos fuimos. Aún me pregunto si se trataba simplemente
de mala educación o era una estrategia para quedarse con nuestro sitio.
Cuando hablamos de tener
buena o mala educación no solemos referirnos a conocimientos, sino a actitudes.
Hay quien ha estudiado una carrera o dos o tres, y hace ostentación de una
grosería monumental en su comportamiento, particularmente con aquellos de los
que no espera sacar ningún beneficio o considera inferiores. Por el contrario,
todos conocemos personas sin estudios que son encantadoras y de trato
agradable.
No consiste sólo en utilizar
los gestos y las palabras, en tener “buenos modales”, sino en llenarlos de
contenido. Así, una persona que se está abriendo paso a empujones y codazos, da
igual que lo haga pidiendo perdón o no, puesto que ya se ve que no lo lamenta
en absoluto. Sin embargo, una mirada es suficiente, en ocasiones, para hacernos
sentir que nos tienen en cuenta.
Cuando no soy puntual o me
salto una cola lo que estoy mostrando es que creo que mi tiempo vale más que el
de los otros que están esperando. Eso se llama egoísmo. En cambio, si llevo un
detalle a quien me invita a una comida o una celebración, manifiesto
agradecimiento. Es sensibilidad preguntar al de enfrente si le importa que fume
antes de lanzarle el humo directo a los pulmones… y no hacerlo si le molesta.
Tratar con cortesía a quienes me prestan un servicio significa que no pienso
que son mis “sirvientes”, sino que reconozco una dignidad a su trabajo.
Devolver con prontitud lo que me prestan es una forma de admitir el favor que
me han hecho y de no apropiarme de lo que no es mío. Y, por ejemplo, no ceder
el asiento o sostener la puerta a una persona mayor o con problemas de
movilidad es, ante todo, una tremenda falta de compasión y empatía.
De niña, cuando me hacían un
regalo o un favor, mis padres me recordaban “¿Qué se dice?” y la respuesta era
“Gracias”. Con ello no sólo me animaban a utilizar una fórmula de cortesía,
sino a sentir que no “tengo derecho” a la amabilidad de los demás, sino que he
de apreciarla, aunque se trate de algo pequeño. Y así, me mostraron que decir
“lo siento” significa que lamento haber perjudicado a otra persona, que hay que
pedir las cosas “por favor” porque mis derechos terminan donde comienzan los de
otro, que dar los “buenos días” cuando se entra en un lugar es manifestar a los
que están allí que son “visibles” para mí… no sólo como lecciones de urbanidad
y convivencia, sino como consecuencia práctica de tener buen corazón. Por eso
creo que el hogar es la más importante escuela de valores y los padres los
mejores maestros.
Al final lo que importa no
es colgar en la pared unos títulos, ni que nos den el premio Nobel, ni estar
forrados de dinero, ni sentirnos por encima de los que no disponen de alguna de
esas cosas o de todas ellas… sino ser capaces de valorar lo que la vida nos
regala, incluidas las personas que están a nuestro lado, e irradiar
consideración, apoyo, generosidad, respeto, simpatía, sonrisas. Porque hemos de
tratar a los demás de la forma en que nos gustaría ser tratados, reconociendo
la inmensa dignidad de cada ser humano y con el convencimiento profundo de que
no soy más ni menos que nadie.
Ana Cristina López Viñuela
Tienes razón y ni se te ocurra decirle algo a la niña, aunque con una sonrisa y con el mejor tono de voz que seas capaz de conseguir, porque sus progenitores, sus educadores, te pueden montar un pollo de mil pares de narices.
ResponderEliminarQué pena da cuando ves que los padres ni siquiera intentan educar a los hijos...
ResponderEliminar