A lo largo de mi vida he
observado que los seres humanos somos profundamente contradictorios y muchas
veces parecemos estar buscando precisamente aquello que tratamos de evitar. Por
poner un ejemplo muy ordinario, acorde con el dicho “no hay escrupuloso que no
sea asqueroso”, llevo años preguntándome cómo alguien tan higiénico que no se
permite sentarse en la taza de un baño público limpio, ni siquiera tocar la
tapa para levantarla, deja luego el servicio todo salpicado para el siguiente,
o para luego… Pero este no es más que uno de tantos misterios de la naturaleza
humana, que ni Iker Jiménez se atrevería a intentar desentrañar.
Por ejemplo, he conocido
personas que echan mucho de menos a un ser querido, pero que en lugar de
mostrarse contentas y agradecidas cuando lo tienen a su lado, están
enfurruñadas porque no han ido a verlas antes, llenándole de reproches, ¡como
si el hacerle sentir culpable e incómodo fuera un aliciente para volver pronto!
Cuando uno está dolido con
alguien y este le pregunta qué le pasa, ¿será más productivo manifestar lo que
le molesta y dar a la otra persona la oportunidad de explicarse y pedir
disculpas, o apretar los labios y decir con retintín: “Nada. Tú sabrás”,
poniendo al otro en el brete de adivinar lo que le sucede y repararlo? Y
esperaremos que venga corriendo detrás de nosotros hasta que nos dignemos a
contentarnos… ¿Y si no lo hace?
También he visto casos de
personas que desean tanto integrarse y que se les tenga en cuenta dentro de un
grupo de amigos o familiares, que se ofenden muchísimo por minucias y hacen que
los demás tengan que andar con cuidado con lo que se dice o hace, como pisando
huevos, para que no crean que se les deja de lado. ¿No es razonable que se
cansen de verse obligados a pensar continuamente cómo evitar que fulanito se
moleste o cómo hacer para que les perdone supuestos agravios? Así que con cada
pique aumentan las probabilidades de que se cuente cada vez menos con ellos y
se acaben quedando más solos que la una.
Asimismo, parece
contraproducente que quien se queja de estar agobiado porque tiene que hacerlo
todo en un hogar o una oficina, sea el mismo que no valora los esfuerzos de los
demás y que muestra de continuo que sólo él sabe trabajar bien. ¿Se sentirán
los otros muy estimulados a ayudarle o le dejarán con esas cargas que parece
querer llevar solo?
Y cuando alguien se dirige
con malos modos a la persona que le atiende en un comercio y ve que le tratan
peor que a otros clientes, ¿de qué se extraña? ¿Por qué quien siempre pone
pegas a los regalos que le hacen, luego se lamenta de que nadie tiene detalles
con él? Y el que va de gorrón y nunca contribuye ¿tiene derecho a protestar si
dejan de invitarle? ¿Por qué frente a un establecimiento lleno de gente hay
otro vacío y su propietario, en lugar de preguntarse cuál es la diferencia
entre el suyo y el que tiene éxito, se dice que la vida es injusta y los seres
humanos absurdos?
Fácilmente encontraría otros
muchos ejemplos de comportamientos ilógicos y unos cuantos los podría contar en
primera persona, porque de este tema todos sabemos bastante. Por esa razón te
animo a que medites sobre el contenido de tus quejas y sufrimientos, no vaya a
ser que la causa seas tú.
Dicen que existe una “ley de
atracción” que responde a las vibraciones positivas o negativas que ofrecemos
dándonos más de lo mismo. Si es así, para recibir la comprensión y el amor que
anhelamos tendremos que abandonar las actitudes cautelosas, desabridas,
suspicaces, egoístas, mezquinas… y reemplazarlas por otras más generosas,
positivas, alegres, confiadas y agradecidas. ¿Probamos a ver si es cierto?
Ana Cristina López Viñuela
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