“Sense and sensibility” es
una novela de Jane Austen, de la que se ha hecho una famosa película
protagonizada por Emma Thompson y Kate Winslet, dando vida a las hermanas
Elinor y Marianne Dashwood, respectivamente.
Ante la misma situación, un
enamoramiento aparentemente imposible, ambas hermanas reaccionan de distinta
manera. Elinor sofoca sus sentimientos y los guarda en secreto, manteniendo las
formas, para evitar el juicio social y el sufrimiento que podría ocasionar a
otras personas. En cambio Marianne se abandona por completo a sus emociones, de
modo que al principio sólo existe su pasión por su amado Sr. Willoughby y luego
únicamente su desolación porque la abandona para casarse con una rica heredera,
ignorando todo lo demás que sucede en su entorno. Ambas son profundamente
infelices hasta que cambian de actitud: Elinor se da finalmente permiso para
expresar su amor por el Sr. Ferrars y eso mismo le hace posible comprobar que
es correspondida, y Marianne deja de buscar algo que sólo existe en los libros
para acabar descubriendo el cariño, no tan idílico, pero no por ello menos
intenso, del Coronel Brandon.
Y ahora me diréis ¿para qué
me estás contando el argumento? ¿Para destriparme el final? Pues porque tiene
aplicación práctica. No es que tengamos que escoger ser como Elinor o como
Marianne, sino que en ocasiones actuamos como alguna de ellas.
Negar las emociones de las
que nos avergonzamos o nos resultan incómodas no es la solución para hacerlas
desaparecer: ¡que se lo digan a Elinor! Cuanto más se quieran enterrar, antes
resucitan, con mayor intensidad cada vez, aunque adopten formas diferentes. A
lo mejor el dolor de cabeza o de espalda, o la ansiedad, o la presión arterial
alta… no surgen de la nada y tienen que ver con la ira reprimida, la envidia no
asumida o el miedo no combatido.
Pero tampoco tiene sentido
magnificar las emociones y convertirlas en un filtro por el que se tamiza la
realidad, como Marianne, de forma que cuando estoy triste todo es gris, cuando
estoy eufórica todo se ve en tonos rosados, pero si me enfado todo se tiñe de
rojo… Sea cual sea nuestro estado de ánimo, no podemos permitir que la gama cromática
completa desaparezca en ningún momento, porque eso no es real. Cuando me digo
que “el mundo es injusto”, “todos están en mi contra”, “no valgo para nada”… la
mente me está haciendo percibir la vida a través de un laberinto de espejos
deformantes. Por ejemplo, hay que desconfiar por sistema de las palabras “todo”
y “nada”, y centrarse en cada caso concreto, de uno en uno. Y “todo el mundo”
es un ente de razón, no existe, así que no puede pensar, ni juzgar, ni decir…
eso sólo lo pueden hacer personas individuales. No es lo mismo decirme que me
ha salido mal una cosa, que “nada me sale bien”; ni “todo el mundo piensa de mí
que…” que “Fulano me ha dicho que yo…”.
Solo si estamos atentos para
reconocer que lo que provoca ciertas reacciones anímicas o impulsos son los
mensajes que nos estamos diciendo a nosotros mismos, y si nos damos cuenta de
hasta qué punto estamos tomándonos ciertos asuntos “a la tremenda”, o
fijándonos sólo en una pequeña parte y convirtiéndola en la totalidad, o nos
estamos imaginando sin ninguna base lo que los demás juzgan acerca de lo que
hacemos y somos… nos percataremos de los engaños de nuestra mente.
Juicios como “soy un
desastre”, “todo está fatal”, “no puedo con esto”, “la gente piensa de mí que…”
no resisten el más superficial análisis racional, pero sin embargo la
liberación de la energía negativa almacenada en cada uno de esos pequeños
núcleos de pensamiento desencadena reacciones en cadena en nuestro interior,
hasta que estallamos como una bomba atómica. Ni el peor de nuestros enemigos
sería capaz de maltratarnos verbalmente como lo hace nuestra mente y, además,
no se lo consentiríamos. ¿Por qué entonces toleramos sin presentar resistencia
que nuestro intelecto nos haga tanto daño?
Al final no se trata de
elegir entre sentido y sensibilidad, sino de vivir con sensatez, integrando los
sentimientos en lugar de reprimirlos; de orientar nuestros pensamientos de modo
razonable y de reaccionar ante ellos de forma adecuada, sin renegar de lo que
uno siente, pero tampoco abandonándose al sentimiento, porque ambas actitudes
nos hacen sufrir a nosotros y a los que nos rodean.
Ana Cristina López Viñuela
Somos nuestros jueces más crueles, y lo peor es que muchas veces nuestro juicio ni siquierea es constructivo, por lo que nos daña más de lo que nos beneficia al aportar sentimientos negativos y callarse las soluciones. Sensatez, sentido común... el menos común de los sentidos. Qué difícil es encontrar el punto medio.
ResponderEliminarHay que trabajar cada día más para alcanzarlo.
Magnífica reflexión, Ana Cristina, un artículo muy necesario.