jueves, 11 de abril de 2019

COMO LA VIDA MISMA: SER COMO NIÑOS


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El otro domingo me quedé hasta las “taitantas” de la noche viendo Prodigios, un programa de televisión donde compiten niños talentosos de toda España en las categorías de canto, instrumento y danza. Dejando a un lado los horarios de programación, que parecen diseñados por algún enemigo de los que necesitamos dormir ocho horas para estar operativos al día siguiente, tema que requiere otro artículo, me suelen atraer los concursos infantiles, excepto los que se empeñan en convertir a los niños en adultos en miniatura, que me repelen bastante. Me gustan porque he comprobado que, ya se trate de cocinar, de cantar o de bailar, todos estos programas presentan algunas características comunes.

La primera de ellas es la naturalidad, la alegría, la pasión, la constancia y la laboriosidad de los chavales, que se enfrentan a los retos sin miedo al fracaso, convencidos de que son capaces de resolver cualquier situación que se les presente igual o mejor que otro, si lo desean con intensidad y se esfuerzan por lograrlo. Se toman los concursos como lo que son: juegos, y así es como deberíamos plantearnos la vida los adultos, sin tanta seriedad impostada. Como no ven los límites, están listos para superarlos. Y no se desaniman, porque si ayer les salió algo mal, hoy no va a pasar de nuevo, porque han aprendido de su error y lo van a conseguir.

También llama la atención el comportamiento colaborativo de los chicos y chicas entre ellos, pues no envidian el éxito de sus compañeros, sino que lo asumen como propio. Sienten el dolor del fracaso y lo expresan libremente, con lágrimas. Pero son capaces de decir, como un concursante de Prodigios, que se alegraba de que su rival en el duelo pasase a las semifinales, aunque eso significaba que él se quedaba fuera. Y lo dicen de verdad, no es una maniobra para ganarse al público, como se comprueba en la forma en que se felicitan o se consuelan con todo el corazón.

Otra característica es la actitud de los jueces, que aunque sean sinceros y exigentes, hacen más hincapié en lo positivo que en lo negativo, señalando los aciertos, la buena disposición al trabajo, el potencial expresado… Todo ello brilla por su ausencia en los realities en los que participan adultos, donde los jueces son implacables y tajantes, rozando la crueldad. Aunque también es cierto que los concursantes adultos muchas veces intentan justificar lo injustificable, se enfrentan a los jurados y a los compañeros, no admiten sus errores y se enfadan si no reciben un reconocimiento que ni su esfuerzo ni sus resultados merecen. Pero, aun así, sigo pensando que se atrapan más moscas con miel que con vinagre…

¿Cómo llegó el niño sincero, abierto y confiado que éramos a convertirse en un adulto manipulador, egoísta, caprichoso?

Con cada año cumplido y con el constante adoctrinamiento de los mayores, que todo lo saben, hemos aprendido a poner etiquetas a lo que nos rodea, a distinguir “lo mío” de lo de los otros, a clasificar al género humano en “amigos” y “enemigos”, a rechazar y temer “lo diferente”. Empezamos a desconfiar de las personas en cuanto experimentamos el dolor y la decepción. Sentimos la necesidad de protegernos, y aprendimos a disimular y mentir para intentar ser aceptados y queridos, y a actuar “a la defensiva”. Nos alejamos de nosotros mismos porque “lo maduro” es vivir en el “mundo real”, donde tenemos que competir para conseguir todo lo que deseamos, porque para “tener” algo (¡hasta la razón!) se lo he de quitar a otro.

Los niños tienen mucho que enseñarnos, porque los mayores hemos olvidado lo que es divertirnos en el trabajo, aceptar tal cual son a las personas que nos rodean sin plantearnos siquiera no hacerlo, expresar las emociones con naturalidad, no tener miedo al fracaso, confiar en la buena voluntad de los demás, buscar nuestros objetivos sin perjudicar a nadie…

Tenemos la tendencia a pensar que los niños son tontos y “no entienden”, pero es todo lo contrario. Cazan al vuelo nuestras mentiras e inseguridades, nos aman cuando no lo merecemos y dan siempre lo mejor de sí mismos. Tal vez los “listillos” tengamos que “desaprender” y volver a las sensaciones de la infancia, porque el mundo que nos hemos construido los “maduros” e “inteligentes” adultos es invivible, lleno de crueldad, movido por el interés y ajeno a la solidaridad. 

Cuando Jesús dijo que el reino de los cielos es para los que son como niños, pienso que se refería a que el paraíso en la tierra consiste en recuperar la inocencia y, con ella, comprender que la vida puede ser (y, de hecho, es, si no nos empeñamos en estropearla) un entorno amoroso y bello, en el que solo hemos de aprender a movernos libremente, como un pez en el agua, para ser felices.

Ana Cristina López Viñuela

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