Mi marido es el último
descendiente de su familia materna y, por ello, el único heredero de la casa de
sus ancestros en el pueblo de Portilla de la Reina. Se trata de una
construcción de más de un siglo, ambiciosa para estar ubicada en una zona
agreste de Picos de Europa, levantada por el abuelo Pancho cuando volvió de
México, con sus ganancias de indiano y la mentalidad de quien ha visto mundo y
sabe, entre otras cosas, lo que es un cuarto de baño con inodoro. Es un edificio
señorial adosado a la roca, de tres pisos y desván, con tres hermosos balcones
en la fachada, al que se accede por una airosa escalera de piedra, coronada por
un arco metálico, en tiempos mejores cuajado de rosas perfumadas. Dos jardines
escoltan la escalinata a ambos lados, cercados con una verja de hierro forjado,
donde crecen en desorden plantas silvestres,
enredaderas y flores, a la sombra de dos ciruelos centenarios. La casa
conserva en su interior la estructura primitiva, salvo por la reforma que
convirtió la hornera en una cocina “moderna” y la hornilla en una chimenea que
aprisionó el fuego tras una puerta de cristal.
La primera vez que entré me
sentí una extraña, como si me estuviera colando en un mausoleo familiar. Se
percibía un ambiente de abandono y decadencia, tanto en el jardín como en el
interior, propiciado porque en los últimos años no se había podido cuidar con
el mimo de costumbre debido a la enfermedad y posterior muerte de mi suegra.
Olía a humedad y a cerrado. No había televisión, ni cobertura de móvil. Se
dormía en un jergón de lana, la bañera tenía cien años y se veían por doquier
sospechosas manchas de óxido, además de una legión de moscas muertas y
hacendosas arañas. Unos extraños me contemplaban reprobadoramente desde sus fotos
en blanco y negro, solemnes y serios, como si estuviera mancillando su espacio
y alterando su reposo. El sonoro tictac del reloj de pared semejaba el latido
inexorable del tiempo que pasa y va desgastando todo a su paso, dejando sin
sentido tantas ilusiones…
Poco a poco, según fue
entrando el aire puro y el calor del sol, he ido tomándole un inmenso cariño a
la casa. Pero sobre todo he ido haciéndola mía al ritmo de mi trabajo: ahora
que brillan los muebles antiguos con nuevo lustre, que la puerta de entrada
luce como cuando se inauguró, que los cristales relumbran al sol, que las
cortinas y los pañitos vuelven a ser blancos… Ahora, este es mi hogar. Mis
pertenencias han encontrado su sitio. Y me siento libre para husmear en los
armarios, cambiar de lugar o sustituir lo estropeado. Los retratos de abuelos,
tíos, suegros… me miran más sonrientes desde que he limpiado los polvorientos
marcos y los cristales se han vuelto transparentes. Ahora que sé más de ellos,
me parece que se alegran de vernos llegar cada verano, llenando la casa de
bullicio, como cuando ellos la habitaban. He compartido sus recuerdos y he
creado los míos, convirtiéndome por derecho en una más.
Incluso el aislamiento se ha
convertido en un lujo, porque en ningún lugar duermo como allí, sumergida entre
la cálida lana, con el dulce arrullo del agua que corre. Con tiempo para leer,
para pensar, para charlar, para pasear. Y cada vez que aspiro el aroma de una
azucena o una rosa del jardín, que tomo mermelada casera de “nuestras”
ciruelas, siento que pertenezco a ese lugar y que no hay otro igual en el
mundo, porque es el mío.
La casa es mía porque la he
conquistado poniendo en ella lo mejor de mí, porque allí vivo mi amor por
Gerardo y por todo lo que le importa. Pienso que la clave para sentirse
integrado y feliz en un ambiente, en un trabajo, en un grupo… es tu actitud. Si
te sientes inadaptado, rechazado incluso, piensa qué estás poniendo de ti en
ello. Necesariamente, allí donde has depositado con cariño algo tuyo, ya sea
material, emocional, espiritual… te reconocerás a ti mismo y te será fácil
encontrarte a gusto.
Ana Cristina López Viñuela
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