jueves, 8 de agosto de 2019

COMO LA VIDA MISMA: SENTIR COMO PROPIO



Mi marido es el último descendiente de su familia materna y, por ello, el único heredero de la casa de sus ancestros en el pueblo de Portilla de la Reina. Se trata de una construcción de más de un siglo, ambiciosa para estar ubicada en una zona agreste de Picos de Europa, levantada por el abuelo Pancho cuando volvió de México, con sus ganancias de indiano y la mentalidad de quien ha visto mundo y sabe, entre otras cosas, lo que es un cuarto de baño con inodoro. Es un edificio señorial adosado a la roca, de tres pisos y desván, con tres hermosos balcones en la fachada, al que se accede por una airosa escalera de piedra, coronada por un arco metálico, en tiempos mejores cuajado de rosas perfumadas. Dos jardines escoltan la escalinata a ambos lados, cercados con una verja de hierro forjado, donde crecen en desorden plantas silvestres,  enredaderas y flores, a la sombra de dos ciruelos centenarios. La casa conserva en su interior la estructura primitiva, salvo por la reforma que convirtió la hornera en una cocina “moderna” y la hornilla en una chimenea que aprisionó el fuego tras una puerta de cristal.

La primera vez que entré me sentí una extraña, como si me estuviera colando en un mausoleo familiar. Se percibía un ambiente de abandono y decadencia, tanto en el jardín como en el interior, propiciado porque en los últimos años no se había podido cuidar con el mimo de costumbre debido a la enfermedad y posterior muerte de mi suegra. Olía a humedad y a cerrado. No había televisión, ni cobertura de móvil. Se dormía en un jergón de lana, la bañera tenía cien años y se veían por doquier sospechosas manchas de óxido, además de una legión de moscas muertas y hacendosas arañas. Unos extraños me contemplaban reprobadoramente desde sus fotos en blanco y negro, solemnes y serios, como si estuviera mancillando su espacio y alterando su reposo. El sonoro tictac del reloj de pared semejaba el latido inexorable del tiempo que pasa y va desgastando todo a su paso, dejando sin sentido tantas ilusiones…

Poco a poco, según fue entrando el aire puro y el calor del sol, he ido tomándole un inmenso cariño a la casa. Pero sobre todo he ido haciéndola mía al ritmo de mi trabajo: ahora que brillan los muebles antiguos con nuevo lustre, que la puerta de entrada luce como cuando se inauguró, que los cristales relumbran al sol, que las cortinas y los pañitos vuelven a ser blancos… Ahora, este es mi hogar. Mis pertenencias han encontrado su sitio. Y me siento libre para husmear en los armarios, cambiar de lugar o sustituir lo estropeado. Los retratos de abuelos, tíos, suegros… me miran más sonrientes desde que he limpiado los polvorientos marcos y los cristales se han vuelto transparentes. Ahora que sé más de ellos, me parece que se alegran de vernos llegar cada verano, llenando la casa de bullicio, como cuando ellos la habitaban. He compartido sus recuerdos y he creado los míos, convirtiéndome por derecho en una más.

Incluso el aislamiento se ha convertido en un lujo, porque en ningún lugar duermo como allí, sumergida entre la cálida lana, con el dulce arrullo del agua que corre. Con tiempo para leer, para pensar, para charlar, para pasear. Y cada vez que aspiro el aroma de una azucena o una rosa del jardín, que tomo mermelada casera de “nuestras” ciruelas, siento que pertenezco a ese lugar y que no hay otro igual en el mundo, porque es el mío.

La casa es mía porque la he conquistado poniendo en ella lo mejor de mí, porque allí vivo mi amor por Gerardo y por todo lo que le importa. Pienso que la clave para sentirse integrado y feliz en un ambiente, en un trabajo, en un grupo… es tu actitud. Si te sientes inadaptado, rechazado incluso, piensa qué estás poniendo de ti en ello. Necesariamente, allí donde has depositado con cariño algo tuyo, ya sea material, emocional, espiritual… te reconocerás a ti mismo y te será fácil encontrarte a gusto.

Ana Cristina López Viñuela

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