Hace unos días volví a ver
la película Bajo el sol de la Toscana,
dirigida en 2003 por Audrey Wells, sobre una novela de base autobiográfica de
Frances Mayes y protagonizada por Diane Lane, que refleja la experiencia de una
escritora estadounidense de mediana edad que, desolada por su divorcio, decide
durante un tour por Italia comprar una casa de campo cerca de Cortona.
A veces nos sucede como a
Frances, que hemos puesto todo nuestro empeño en un proyecto y, de repente, se
va todo al garete y te encuentras vacío e inútil, e incluso tu esfuerzo
entregado parece volverse en tu contra. En su caso, después de mantener a su
marido durante años para que pudiera escribir, éste decide divorciarse porque
se ha enamorado de otra persona. Se ve obligada a elegir entre arruinarse
pagándole una “pensión alimenticia” o perder la casa familiar, que decoró con
toda su ilusión y con la herencia de su abuela, que se ha convertido en “bien
ganancial”, aunque a cambio recibiría una cantidad de dinero. La situación le
resultó tan inesperada, que se queda desorientada y a la deriva.
Viajando por la Toscana
siente el impulso de comprar Bramasole, una villa rural muy antigua, hermosa,
amplia… y casi en ruinas, empleando todo el dinero que recibió a cambio de la
pérdida de su anterior casa. Al principio no se comprende a sí misma. No sabe
qué pinta en ese pueblo sin saber la lengua, ni conocer a nadie, rodeada de
escombros y palomas. Cuando el amigo que le vendió la finca le pregunta
cariñosamente qué buscaba cuando la compró, le contesta entre lágrimas que
quería una boda, una familia, gente para la que cocinar…
Y decidió comenzar por lo
más fácil, preparando deliciosa comida para los obreros que trabajaban en las
obras de la casa, tres polacos igual de desarraigados que ella misma, e
integrándose en la vida local. Y a partir de ahí comienza a crear una red de
relaciones y a cuidar las que ya tenía, al mismo tiempo que avanza la reforma
de la casa. Finalmente en la finca se celebra una boda (aunque no es la suya) y
habita una familia (aunque no es de su sangre). Y solo entonces, cuando su casa
y su vida están llenas, aparece su verdadero amor, que ya no es una “necesidad”,
porque ella se siente completa y feliz. La vida le puso delante la persona apropiada
cuando ella estaba preparada para disfrutar de una relación de pareja libre y
sana.
Creo, como muestra la
película, que la vida está deseando concedernos lo que anhelamos, pero que
muchas veces somos nosotros quienes no sabemos qué es, ni estamos en
condiciones de recibirlo sin echarlo a perder. A veces el camino para la
felicidad no puede ser directo, simplemente porque no reside donde pensamos que
está y debemos dar un rodeo para llegar a alcanzarla. Y aquello que percibimos
como un fracaso no es sino una oportunidad para redirigir nuestros pasos en la
dirección correcta.
También nos enseña que para
recibir amor tenemos que estar abiertos a los otros, porque quien no está
receptivo genera una distancia “de protección” que le aleja, incluso, de los
que le quieren querer. El cariño nace de la confianza y se nutre de la cercanía.
Y ejercitarse en el amor, ya sea en el ámbito de la amistad, la familia, la
comunidad, el entorno social, el altruismo… nos prepara para crecer y ampliar
su campo de acción.
En conclusión, la casa no
deja de ser un marco vacío: lo que importa es el cuadro. El hogar son las
personas. Y la elección de si queremos vivir en el amor o en el recelo sólo
depende de nosotros, porque aunque
corramos el riesgo de que algunos nos decepcionen, cerrarse a los demás por
miedo a sufrir nos condena al aislamiento y la infelicidad.
Ana Cristina López Viñuela