Tras una larga temporada de
descuido el jardín lucía asilvestrado y el año pasado decidimos plantar dos
rosales. Pasé todo el invierno sufriendo, confiando en que las heladas y la nieve
no acabaran con ellos, y cuando llegamos al pueblo este verano, lo primero que
hice fue comprobar el estado de los rosales. Había un único capullo y además
cerrado. Cada mañana saltaba de la cama para asomarme al balcón y comprobar si
ya había florecido. Y un buen día así fue. Y creció y se convirtió en una
espléndida rosa, de un delicado color naranja y un agradable aroma. Solitaria y
excepcional.
Comprendí mejor al
Principito, cuando llegó a un jardín cuajado de rosas y descubrió que existían
muchas otras de su especie, además de la que había en su planeta. Aunque al
principio se decepcionó porque: “Me creía rico con un una flor única y resulta
que no tengo más que una rosa ordinaria”, después de su experiencia con la
domesticación del zorro les pudo decir a las otras rosas: “No son nada, ni en
nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado
a nadie. Son como el zorro antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil
zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo”.
Y continuó:
“Cualquiera que la vea podrá creer indudablemente que mi rosa es igual a
cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la
he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté
los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas) y es a ella a la que
he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa,
en fin”.
Siguiendo esta línea de
pensamiento, no amamos a las personas en la medida de lo que “merecen” de
acuerdo a sus características o a su comportamiento, sino por lo que hemos
puesto de nosotros en la relación. Y ellas se saben especiales porque las
tratamos con mimo. La calidad de un vínculo no procede, por consiguiente, de
cómo “se porte” el otro, sino de la generosidad, el cariño y la confianza que
yo deposite en él o ella, de que le considere digno de toda mi atención y
afecto. Y de esos sentimientos amorosos nacería mi propia “felicidad” o
“realización personal”, con independencia de si son o no correspondidos.
No hablaríamos entonces de
“mi” rosa”, “mi” pareja, “mi” hijo, “mi” amigo… en el sentido de “posesión”,
sino de “pertenencia”. No es que yo tenga derechos sobre ellos, sino que forman
parte de mí y no puedo sino tenerlos presentes, sea cual sea su forma de ser o
actuar, sin condicionar mi afecto a su respuesta a mis expectativas. Porque no
se trata de “controlar”, ni de “dominar” al otro, sino de “compartir” con
libertad, de formar parte de su vida porque así lo deseemos los dos.
No digo como Umberto Eco que
la rosa prístina se halle en su nombre, ni creo como Platón que se encuentre en
el mundo de las ideas, sino que vive el corazón de quien la ama, en la mirada
profunda, omnicomprensiva, de quien la contempla con una devoción que trasciende
las apariencias, el tiempo o la propia existencia para adentrarse en el
misterio sagrado de su ser.
Ana Cristina López Viñuela
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