Cuando era pequeña estaba
deseando que llegara el momento de ver el capítulo semanal de la serie de
dibujos animados “Érase una vez… el hombre”, una de mis preferidas. Había un par
de personajillos, uno alto, moreno y brutote, y otro canijo, astuto y
pelirrojo, llamados Tiñoso y Nabot, que siempre estaban sembrando discordia en
todas las sociedades y periodos históricos, desde el paleolítico a la era
espacial. En cuanto salían en pantalla empezaban los problemas y estaban
siempre detrás de todos los enfrentamientos, con sus intrigas, violencia y
mezquindad, haciendo caer civilizaciones y destruyendo los logros culturales y
artísticos alcanzados por los seres humanos.
¿No os habéis dado cuenta de
la cantidad de veces que decimos que estamos “luchando” contra o para algo?
Decía el historiador romano
Vegecio si vis pacem, para bellum,
“si quieres la paz prepara la guerra”, dando por supuesto que todas las
personas deseamos la mismas cosas (bienestar, dinero, placer, poder, prestigio
social…) y, como no hay suficientes para todos, hay que combatir por ellas. A
veces nos planteamos la vida como una resbaladiza cucaña, en la que se compite
sin reglas, empujando, mordiendo, pisando la cabeza del que está abajo… con tal
de hacerse con el jamón que está en lo alto. Todo vale para conseguir los
objetivos.
Es la conciencia de la escasez, de que no hay para todos, así que
por mera
supervivencia se tiene que
arrebatar a otro lo que se necesita y, una vez obtenido, luchar para
conservarlo, en medio de una permanente sensación de amenaza. Se diría que la
agresividad es la mayor, o la única, garantía del éxito. La paz reside entonces
en que, en ese momento, “los otros” sean más débiles que yo y los míos. El
miedo y la impotencia ajenos consolidan mi seguridad.
Otra famosa frase, esta vez
de Sun Tzu en El arte de la guerra:
“la mejor defensa es un buen ataque”, incluso justifica que se adopte por
principio una actitud desconfiada, engañosa o agresiva, aceptando la premisa de
que todos los demás están deseando hacerme daño, aunque aún no lo hayan
manifestado con hechos.
Las leyes y las reglas
sociales no escritas que rigen la convivencia están fundadas en el temor,
porque es el miedo al castigo, al rechazo o a la soledad lo que nos mueve a
actuar “bien”, ya que en ese universo cruel “lo bueno” es lo que contribuya a
nuestro placer o a ser admirado, envidiado y tenido en cuenta… y “lo malo” lo
que nos separe del bienestar o la aceptación, no lo que salga del corazón. Por
eso se valora tanto en nuestra sociedad el disimulo y la mentira, porque nos
permite salirnos con la nuestra sin pagar el precio
Pero eso es un mal sueño, no
la realidad. Para salir de esa espiral de pesadilla y recobrar la armonía, hay que
recuperar la “presunción de inocencia”, la mirada limpia para examinar sin
prejuicios lo que nos vamos encontrando, sin condicionar el presente por el
pasado: esto cambiará necesariamente nuestra concepción de la vida y de
nosotros mismos. Lo que antes nos decepcionó, causó dolor, infundió temor… no
tiene por qué hacerlo de nuevo, pues sólo con cambiar nuestra actitud se
modificará la reacción.
Y los demás no son nuestros
contrincantes, porque hemos de ser conscientes de que lo que beneficia o
perjudica a cualquier ser humano repercute en todos y cada uno de nosotros. Por
eso, cuando nos creemos vencedores en una discusión, nos regodeamos por haber
engañado a quien ha sido tan “tonto” como para confiar en nosotros o nos
enorgullecemos de haber conseguido humillar, ofender o sojuzgar a otro,
saliéndonos con “la nuestra”… lo único que hemos ganado es perder nuestra
propia paz interior, porque el sufrimiento está en la raíz de esos
comportamientos y siempre los acompaña. Como dice el refrán, “quien a hierro
mata, a hierro muere”.
Por eso, si quieres sentirte
rico y no vivir en un perpetuo estado carencial, siempre temeroso y
desconfiado, en vez de aspirar a parecerte a Nabot o Tiñoso abre tu corazón a
todos los seres humanos, empezando por ti mismo, porque el amor es un tesoro
que nunca se agota y aumenta cuando se comparte, y en la concordia se encuentra
la verdadera paz.
Ana Cristina López Viñuela
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