jueves, 9 de mayo de 2019

COMO LA VIDA MISMA: ÉRASE UNA VEZ… LA AGRESIVIDAD


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Cuando era pequeña estaba deseando que llegara el momento de ver el capítulo semanal de la serie de dibujos animados “Érase una vez… el hombre”, una de mis preferidas. Había un par de personajillos, uno alto, moreno y brutote, y otro canijo, astuto y pelirrojo, llamados Tiñoso y Nabot, que siempre estaban sembrando discordia en todas las sociedades y periodos históricos, desde el paleolítico a la era espacial. En cuanto salían en pantalla empezaban los problemas y estaban siempre detrás de todos los enfrentamientos, con sus intrigas, violencia y mezquindad, haciendo caer civilizaciones y destruyendo los logros culturales y artísticos alcanzados por los seres humanos.

¿No os habéis dado cuenta de la cantidad de veces que decimos que estamos “luchando” contra o para algo?

Decía el historiador romano Vegecio si vis pacem, para bellum, “si quieres la paz prepara la guerra”, dando por supuesto que todas las personas deseamos la mismas cosas (bienestar, dinero, placer, poder, prestigio social…) y, como no hay suficientes para todos, hay que combatir por ellas. A veces nos planteamos la vida como una resbaladiza cucaña, en la que se compite sin reglas, empujando, mordiendo, pisando la cabeza del que está abajo… con tal de hacerse con el jamón que está en lo alto. Todo vale para conseguir los objetivos. 
Es la conciencia de la escasez, de que no hay para todos, así que por mera  
supervivencia se tiene que arrebatar a otro lo que se necesita y, una vez obtenido, luchar para conservarlo, en medio de una permanente sensación de amenaza. Se diría que la agresividad es la mayor, o la única, garantía del éxito. La paz reside entonces en que, en ese momento, “los otros” sean más débiles que yo y los míos. El miedo y la impotencia ajenos consolidan mi seguridad.

Otra famosa frase, esta vez de Sun Tzu en El arte de la guerra: “la mejor defensa es un buen ataque”, incluso justifica que se adopte por principio una actitud desconfiada, engañosa o agresiva, aceptando la premisa de que todos los demás están deseando hacerme daño, aunque aún no lo hayan manifestado con hechos.

Las leyes y las reglas sociales no escritas que rigen la convivencia están fundadas en el temor, porque es el miedo al castigo, al rechazo o a la soledad lo que nos mueve a actuar “bien”, ya que en ese universo cruel “lo bueno” es lo que contribuya a nuestro placer o a ser admirado, envidiado y tenido en cuenta… y “lo malo” lo que nos separe del bienestar o la aceptación, no lo que salga del corazón. Por eso se valora tanto en nuestra sociedad el disimulo y la mentira, porque nos permite salirnos con la nuestra sin pagar el precio

Pero eso es un mal sueño, no la realidad. Para salir de esa espiral de pesadilla y recobrar la armonía, hay que recuperar la “presunción de inocencia”, la mirada limpia para examinar sin prejuicios lo que nos vamos encontrando, sin condicionar el presente por el pasado: esto cambiará necesariamente nuestra concepción de la vida y de nosotros mismos. Lo que antes nos decepcionó, causó dolor, infundió temor… no tiene por qué hacerlo de nuevo, pues sólo con cambiar nuestra actitud se modificará la reacción.

Y los demás no son nuestros contrincantes, porque hemos de ser conscientes de que lo que beneficia o perjudica a cualquier ser humano repercute en todos y cada uno de nosotros. Por eso, cuando nos creemos vencedores en una discusión, nos regodeamos por haber engañado a quien ha sido tan “tonto” como para confiar en nosotros o nos enorgullecemos de haber conseguido humillar, ofender o sojuzgar a otro, saliéndonos con “la nuestra”… lo único que hemos ganado es perder nuestra propia paz interior, porque el sufrimiento está en la raíz de esos comportamientos y siempre los acompaña. Como dice el refrán, “quien a hierro mata, a hierro muere”.

Por eso, si quieres sentirte rico y no vivir en un perpetuo estado carencial, siempre temeroso y desconfiado, en vez de aspirar a parecerte a Nabot o Tiñoso abre tu corazón a todos los seres humanos, empezando por ti mismo, porque el amor es un tesoro que nunca se agota y aumenta cuando se comparte, y en la concordia se encuentra la verdadera paz.

Ana Cristina López Viñuela

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