martes, 14 de mayo de 2019

COMO LA VIDA MISMA: LA PÉRDIDA

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En las últimas semanas han fallecido varias personas cercanas y, cada vez que me encuentro con algo así, vuelven los recuerdos y las sensaciones del ayer, porque ¿quién puede presumir de no haber experimentado ninguna pérdida? Es inevitable. Y universal. Por eso, actuar como si el dolor no existiera o querer ahorrárselo a nuestros seres queridos me recuerda a cuando jugaba al escondite de niña con mis hermanas mayores y sus amigas, y creía que si me tapaba los ojos con las manos no me verían, aunque estuvieran enfrente. La pena nos encontrará, por más que nos empecinemos en huir de ella.

Ya desde la infancia descubrimos que no podemos satisfacer todos nuestros deseos, porque el dinero no alcanza, el tiempo es insuficiente o pedimos imposibles. Pero este es un buen enseño porque las frustraciones son inevitables y para afrontarlas, como para todo, hay que entrenarse. Algunos dicen, incluso, que el niño que nunca ha suspendido un examen o ha tenido algún pequeño fracaso se dirige hacia una debacle, porque no sabrá cómo hacer frente a ese tipo de situaciones cuando crezca y las circunstancias sean más penosas o determinantes.

Es lógico que los adultos queramos proteger a nuestros pequeñines, pero a veces es imposible, y además contraproducente. ¿Cómo evitar, por ejemplo, que sufran por la muerte de sus seres queridos? Pienso que lo primero es comprender que la pretensión de que no sientan dolor es absurda y darse cuenta de que lo más sano es permitirles manifestarlo exteriormente (para lo cual no está de más que no ocultemos nuestras propias lágrimas) y darles la oportunidad de hablar de ello para desahogarse. Pero si deseamos que asuman la situación, que integren los hechos dolorosos en su vida sin generar traumas, lo primero es que nos vean ocuparnos de nosotros mismos, porque Fray Ejemplo es el mejor predicador. Si ven que nos hundimos o, peor, que fingimos que no ha pasado nada, ellos adoptarán posturas parecidas, de no aceptación o de negación, con lo que la herida nunca cerrará del todo.

La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross señala cinco etapas en el duelo: negación (para intentar evitar o posponer el dolor), ira (búsqueda de culpables, resentimiento, enfado), negociación (fantasear con cambiar una situación irreversible o pensar estrategias que la hubieran evitado), depresión (tristeza profunda y sensación de vacío) y aceptación (cuando se aprende a convivir con el dolor y se recupera la capacidad para experimentar alegría y placer), pero no siempre se pasa por todas ellas, ni en ese orden. Y, como en el juego de la oca, a veces se saltan varias casillas hacia adelante o hacia atrás.
Lo único claro es la meta: llegar a asimilar la situación y que no nos incapacite para disfrutar de la vida, pero a veces este objetivo se ve muy lejano e inaccesible. Lo cierto es que si no nos ponemos en camino no llegaremos nunca y que, a veces, estamos más cerca de lo que parece. No hay que desesperar porque resurjan periódicamente sentimientos que creíamos superados, porque el itinerario del duelo es sinuoso, con muchas vueltas y revueltas. Solo hay que continuar hacia delante, porque la alternativa es dejarse morir en una cuneta emocional y eso no nos lo podemos permitir, ni por nosotros mismos ni por los nuestros. Si no puedes solo, apóyate en tu familia y amigos, o busca ayuda profesional. Aquí el orgullo de ser autosuficiente no es útil.

Confía. Repítete que esto pasará, que vas a poder con ello y que cuentas con el impulso de todos los que te aman, incluidos los que ya no están físicamente contigo. Tú empieza a andar, un paso detrás de otro, que lo demás te vendrá dado. Ten paciencia. Si otros lo han podido superar, tú también. No te rindas. Siempre habrá alguien ahí para sostenerte.

Si consigues trascender ese sufrimiento, tal vez descubras su propósito, porque la principal lección que tenemos que aprender los seres humanos es ir desprendiéndonos poco a poco de todo aquello de lo que inevitablemente nos tendremos que despedir algún día: relaciones, bienes materiales, seguridad emocional, salud, juventud… porque no tiene razón de ser el depositar nuestra esperanza en algo tan endeble y poco duradero. Esas pérdidas son un recordatorio de que nos conviene edificar nuestra vida sobre cimientos más sólidos y estables. Cuando se caiga la última hoja y se seque por completo la raíz de nuestro árbol, ¿qué sentido tendrá nuestra existencia? Busquémoslo mientras aún se yergue orgulloso nuestro tronco y pueden seguir brotando flores y frutos.

Ana Cristina López Viñuela

3 comentarios:

  1. Siempre tan buenos, Ana Cristina! Muchas gracias!!
    Mariola

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  2. Gracias Ana, son muy reconfortantes en estos momentos tus palabras.

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  3. Es precioso y se nota q lo has escrito desde el corazón.

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