En las últimas semanas han
fallecido varias personas cercanas y, cada vez que me encuentro con algo así,
vuelven los recuerdos y las sensaciones del ayer, porque ¿quién puede presumir
de no haber experimentado ninguna pérdida? Es inevitable. Y universal. Por eso,
actuar como si el dolor no existiera o querer ahorrárselo a nuestros seres
queridos me recuerda a cuando jugaba al escondite de niña con mis hermanas
mayores y sus amigas, y creía que si me tapaba los ojos con las manos no me
verían, aunque estuvieran enfrente. La pena nos encontrará, por más que nos
empecinemos en huir de ella.
Ya desde la infancia descubrimos
que no podemos satisfacer todos nuestros deseos, porque el dinero no alcanza,
el tiempo es insuficiente o pedimos imposibles. Pero este es un buen enseño
porque las frustraciones son inevitables y para afrontarlas, como para todo, hay
que entrenarse. Algunos dicen, incluso, que el niño que nunca ha suspendido un
examen o ha tenido algún pequeño fracaso se dirige hacia una debacle, porque no
sabrá cómo hacer frente a ese tipo de situaciones cuando crezca y las
circunstancias sean más penosas o determinantes.
Es lógico que los adultos
queramos proteger a nuestros pequeñines, pero a veces es imposible, y además
contraproducente. ¿Cómo evitar, por ejemplo, que sufran por la muerte de sus
seres queridos? Pienso que lo primero es comprender que la pretensión de que no
sientan dolor es absurda y darse cuenta de que lo más sano es permitirles
manifestarlo exteriormente (para lo cual no está de más que no ocultemos
nuestras propias lágrimas) y darles la oportunidad de hablar de ello para
desahogarse. Pero si deseamos que asuman la situación, que integren los hechos
dolorosos en su vida sin generar traumas, lo primero es que nos vean ocuparnos
de nosotros mismos, porque Fray Ejemplo es el mejor predicador. Si ven que nos
hundimos o, peor, que fingimos que no ha pasado nada, ellos adoptarán posturas
parecidas, de no aceptación o de negación, con lo que la herida nunca cerrará
del todo.
La psiquiatra Elisabeth
Kübler-Ross señala cinco etapas en el duelo: negación (para intentar evitar o
posponer el dolor), ira (búsqueda de culpables, resentimiento, enfado),
negociación (fantasear con cambiar una situación irreversible o pensar
estrategias que la hubieran evitado), depresión (tristeza profunda y sensación
de vacío) y aceptación (cuando se aprende a convivir con el dolor y se recupera
la capacidad para experimentar alegría y placer), pero no siempre se pasa por
todas ellas, ni en ese orden. Y, como en el juego de la oca, a veces se saltan
varias casillas hacia adelante o hacia atrás.
Lo único claro es la meta: llegar
a asimilar la situación y que no nos incapacite para disfrutar de la vida, pero
a veces este objetivo se ve muy lejano e inaccesible. Lo cierto es que si no nos
ponemos en camino no llegaremos nunca y que, a veces, estamos más cerca de lo
que parece. No hay que desesperar porque resurjan periódicamente sentimientos
que creíamos superados, porque el itinerario del duelo es sinuoso, con muchas
vueltas y revueltas. Solo hay que continuar hacia delante, porque la
alternativa es dejarse morir en una cuneta emocional y eso no nos lo podemos
permitir, ni por nosotros mismos ni por los nuestros. Si no puedes solo,
apóyate en tu familia y amigos, o busca ayuda profesional. Aquí el orgullo de
ser autosuficiente no es útil.
Confía. Repítete que esto pasará,
que vas a poder con ello y que cuentas con el impulso de todos los que te aman,
incluidos los que ya no están físicamente contigo. Tú empieza a andar, un paso
detrás de otro, que lo demás te vendrá dado. Ten paciencia. Si otros lo han
podido superar, tú también. No te rindas. Siempre habrá alguien ahí para
sostenerte.
Si consigues trascender ese
sufrimiento, tal vez descubras su propósito, porque la principal lección que
tenemos que aprender los seres humanos es ir desprendiéndonos poco a poco de
todo aquello de lo que inevitablemente nos tendremos que despedir algún día: relaciones,
bienes materiales, seguridad emocional, salud, juventud… porque no tiene razón
de ser el depositar nuestra esperanza en algo tan endeble y poco duradero. Esas
pérdidas son un recordatorio de que nos conviene edificar nuestra vida sobre
cimientos más sólidos y estables. Cuando se caiga la última hoja y se seque por
completo la raíz de nuestro árbol, ¿qué sentido tendrá nuestra existencia?
Busquémoslo mientras aún se yergue orgulloso nuestro tronco y pueden seguir
brotando flores y frutos.
Ana Cristina López Viñuela
Siempre tan buenos, Ana Cristina! Muchas gracias!!
ResponderEliminarMariola
Gracias Ana, son muy reconfortantes en estos momentos tus palabras.
ResponderEliminarEs precioso y se nota q lo has escrito desde el corazón.
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