El primer puesto en el ranking de lo que me ha producido más
infelicidad a lo largo de los años lo ocupa, sin duda, el haber contemplado la realidad
desde el punto de vista de la exigencia, de los “debería”, fuente inagotable de
insatisfacción y culpa. Yo “debería” ser más eficaz, más comprensiva, más
servicial… y “debería” haber actuado de tal o cual forma y obtener este o aquel
resultado… y los demás “deberían” haber ayudado más o no hacerme daño o ser de
otra manera… y el mundo, el país, la ciudad, la empresa, hasta Dios, “deberían”
no ser tan injustos e incomprensibles.
Pero si examino el fondo de
mi corazón veo que no quiero cambiar de familia, de pareja, de amigos, ni de
trabajo. Lo que deseo es no sentirme insatisfecha y culpable por no ser “como
debería”, no estar perpetuamente indignada porque las personas que me rodean
“deberían” actuar de otra manera, ni impotente porque tenga la sensación de que
el universo es injusto, arbitrario y conspira en mi contra.
Para no sentir culpa, ni
ira, ni frustración sólo necesito comprender que esos sentimientos los produzco
yo, no mis circunstancias. Porque si nada es como debería ser, tal vez sea porque
no reconozco que todo es como tiene que ser.
Para empezar, yo. La mayor
parte de mis “debería” responde a la imagen ideal que he creado de mí misma,
que incluye mi aspecto, mi comportamiento, mis logros… pensando que si me
acoplo a la perfección con ella seré “buena” y todos me querrán y admirarán,
cuando lo más inteligente sería aceptarme como soy y, a partir de ahí, comenzar
a pensar en mejoras. Si soy despistada, pero deseo felicitar por su cumpleaños
a todos mis familiares, amigos y conocidos, tendré primero que asumir que he de
encontrar un modo de ayudarme a recordar, por ejemplo señalar las fechas en el
calendario. Por otra parte, si a pesar de todo mi empeño se me olvida alguno,
no tengo por qué sentirme egoísta y culpable, cuando sólo he tenido un fallo,
sin intención de dañar a nadie. Me puedo y debo perdonar no hacerlo todo
“bien”. Tampoco pasará nada grave si felicito a esa persona al día siguiente, o
un mes después, porque lo importante es que sienta que la tengo en cuenta. Y,
contrariamente a lo que a veces pensamos, el castigarme no es una reparación,
ni una compensación de mis errores. Enfadarme conmigo misma sólo sirve para
hacerme sufrir (y, de paso, entristecer a los que me aman), no para modificar
un comportamiento, ni para enmendar el pasado. Eso puedo conseguirlo mejor
desde el perdón y la comprensión.
Para continuar, los demás.
La mayor parte de las veces, cuando creemos estar hablando de otras personas,
el discurso es sobre nosotros mismos: nos contemplamos como en un espejo.
Muchos de mis enfados proceden de la frustración de haberme fallado a mí misma
o de sentirme culpable por no haber actuado correctamente. Por ejemplo, si
alguien me hace notar que hace mucho que no tengo noticias de algún ser
querido, a veces reacciono echando la culpa a otro: que si él también tiene
teléfono para llamar, que si al que me lo “reprocha” no le ha pasado nunca…
cuando la indignación es, en realidad, remordimiento disfrazado.
Otra causa frecuente de
berrinches es culpar a terceras personas de nuestra propia incapacidad para
señalar límites. A veces no es que el de enfrente sea aprovechado o egoísta,
sino que yo estoy dando un dinero, un tiempo, una dedicación… excesivos, no
porque quiera hacerlo así en realidad, sino buscando aprobación o para reforzar
mi autoestima, y luego me arrepiento y miro a mi alrededor para encontrar al
responsable de mi agobio. Sobre todo si mi sacrificio pasa desapercibido y me
quedo sin el reconocimiento que buscaba...
Por último, hay que aceptar
lo que la vida nos trae e intentar sacar el mejor partido de las
circunstancias, en lugar de amargarse pensando en una situación ideal, en la
que yo sí podría ser feliz. Probablemente si se llegara a producir aquello que
deseamos, tampoco estaríamos contentos. Es el cuento de la lechera: andar
fantaseando con posibilidades que tal vez nunca se den y, mientras tanto,
perder la oportunidad de disfrutar de lo que tengo a mi disposición.
Simplemente con apagar el
modo “debería” y pulsar el interruptor “me gustaría” ya se cambia el filtro de
color: no es lo mismo decir “tengo que
ir a trabajar” que “deseo hacer un
trabajo útil”, ni “debo llamar por
teléfono a fulanito” que “me gustaría
hablar con esa persona”, ni “las cosas deberían
ser de otra manera” que “preferiría
que esta circunstancia fuera diferente”. Basta con reemplazar la obligación por
la preferencia y la exigencia por la aceptación, para que la insatisfacción se
convierta en agrado y las contrariedades no nos quiten la paz.
Ana Cristina López Viñuela
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