jueves, 16 de julio de 2020

COMO LA VIDA MISMA – JARDINERÍA DE INTERIOR



La otra tarde, mientras descansaba en la tumbona a la hora de la siesta, a la sombra del ciruelo centenario que crece frente a la casa del pueblo, repasé mentalmente cómo había cambiado el jardín desde la primera vez que lo vi, hace ahora ocho años. Y lo comparé con mi propio desarrollo durante ese tiempo, como jardinera novel y como persona.

Por aquel entonces la hiedra había crecido de forma salvaje, acumulando capa tras capa de ramas secas debajo de las verdes, amenazando con destruir la valla de hierro y aun el muro de contención, y vampirizando al ciruelo con su abrazo letal. Se nos ocurrió recurrir a un sistema rápido para acabar con el problema, como utilizar veneno o arrancar de cuajo sus inmensas raíces, pero personas con experiencia nos hicieron ver que esas soluciones drásticas se llevarían por delante el jardín entero, por lo que lo suyo sería realizar una poda más profunda y luego ir recortando las ramas cada poco, de forma sistemática, para contener su crecimiento dentro de unos límites asumibles.

Esa hiedra me recuerda esas ocasiones en que dejé que un sentimiento o un rasgo de mi carácter, por ejemplo el miedo, la ira o la queja, invadiera mi vida entera e hiciera que todo lo demás se le supeditara, generándome sufrimiento y frustración. Al final he comprendido que no se puede eliminar de cuajo e instantáneamente algo que tiene profundas raíces en nuestro interior sin correr el riesgo de acabar con nuestro delicado equilibrio psicológico, por lo que trato de observarme cada día para poder ir encauzando esas emociones paulatinamente, de forma constante, aceptándolas pero no permitiendo que vuelvan a desmadrarse.

Por otra parte, cuando todas las plantas crecen descuidadas y revueltas, a veces es difícil distinguir la maleza de lo que no lo es. Por ejemplo, descubrí unas ramas espinosas que parecían rosales, pero que no habían dado ninguna flor en varios veranos. Cabía la opción de arrancar los arbustos de raíz y plantar otros, o bien remover la tierra, echar abono, regar y… darles una oportunidad. La sorpresa ha sido verlos completamente floridos al llegar a casa este verano, salpicados de alegres tonos rojizos y rosados.

Algo parecido pasó con algunas destrezas y cualidades que tenía abandonadas o de las que pensaba que carecía, y que poco a poco me he ido permitiendo adquirir, dejando aparcados los prejuicios o el miedo al fracaso. Tal vez aquellos no sean los rosales más esplendorosos, ni yo tampoco me he convertido en una admirable heroína, una artista genial, una gran intelectual ni una maestra mística, pero tanto ellos como yo permanecemos vivos y productivos, generando mil colores y aromas sutiles que nos llenan satisfacción a nosotros y de contento a los que nos rodean.

Todas las plantas tienen derecho a vivir y son bellas a su manera, pero la labor del jardinero consiste en darles un lugar apropiado y saber desprenderse de lo que ya no sirve o está impidiendo el crecimiento de las demás especies. El buen floricultor comprende que no deben competir por el mismo espacio las zarzas y las azucenas, que las plantas a veces necesitan guías o deben ser podadas, pero acepta que los seres vivos no se comportan siempre como uno desearía y no se empeña en actuar contra natura.

De la misma manera, creo que cada uno debe tratar de cuidar y ordenar, con igual paciencia y cariño, las diversas tendencias que tienen cabida en su interior para desarrollarlas de forma armónica, alentando las más retraídas y frenando las más avasalladoras hasta alcanzar un equilibrio, pero contando con la sabiduría de la vida, que es superior a la nuestra.

Ana Cristina López Viñuela

2 comentarios:

  1. Me encanta Ana ....creo que es uno de los relatos que mas me gan gustado

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  2. Me ha gustado y ha evocado recuerdos de cuando reformé mi casa, haciendo a la vez una reforma en mi psiquis. Gracias por este provechoso articulo.

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