La otra tarde, mientras
descansaba en la tumbona a la hora de la siesta, a la sombra del ciruelo centenario
que crece frente a la casa del pueblo, repasé mentalmente cómo había cambiado
el jardín desde la primera vez que lo vi, hace ahora ocho años. Y lo comparé
con mi propio desarrollo durante ese tiempo, como jardinera novel y como
persona.
Por aquel entonces la hiedra
había crecido de forma salvaje, acumulando capa tras capa de ramas secas debajo
de las verdes, amenazando con destruir la valla de hierro y aun el muro de
contención, y vampirizando al ciruelo con su abrazo letal. Se nos ocurrió
recurrir a un sistema rápido para acabar con el problema, como utilizar veneno
o arrancar de cuajo sus inmensas raíces, pero personas con experiencia nos
hicieron ver que esas soluciones drásticas se llevarían por delante el jardín
entero, por lo que lo suyo sería realizar una poda más profunda y luego ir recortando
las ramas cada poco, de forma sistemática, para contener su crecimiento dentro
de unos límites asumibles.
Esa hiedra me recuerda esas
ocasiones en que dejé que un sentimiento o un rasgo de mi carácter, por ejemplo
el miedo, la ira o la queja, invadiera mi vida entera e hiciera que todo lo
demás se le supeditara, generándome sufrimiento y frustración. Al final he
comprendido que no se puede eliminar de cuajo e instantáneamente algo que tiene
profundas raíces en nuestro interior sin correr el riesgo de acabar con nuestro
delicado equilibrio psicológico, por lo que trato de observarme cada día para
poder ir encauzando esas emociones paulatinamente, de forma constante, aceptándolas
pero no permitiendo que vuelvan a desmadrarse.
Por otra parte, cuando todas
las plantas crecen descuidadas y revueltas, a veces es difícil distinguir la
maleza de lo que no lo es. Por ejemplo, descubrí unas ramas espinosas que
parecían rosales, pero que no habían dado ninguna flor en varios veranos. Cabía
la opción de arrancar los arbustos de raíz y plantar otros, o bien remover la
tierra, echar abono, regar y… darles una oportunidad. La sorpresa ha sido
verlos completamente floridos al llegar a casa este verano, salpicados de alegres
tonos rojizos y rosados.
Algo parecido pasó con algunas
destrezas y cualidades que tenía abandonadas o de las que pensaba que carecía,
y que poco a poco me he ido permitiendo adquirir, dejando aparcados los
prejuicios o el miedo al fracaso. Tal vez aquellos no sean los rosales más
esplendorosos, ni yo tampoco me he convertido en una admirable heroína, una
artista genial, una gran intelectual ni una maestra mística, pero tanto ellos
como yo permanecemos vivos y productivos, generando mil colores y aromas
sutiles que nos llenan satisfacción a nosotros y de contento a los que nos
rodean.
Todas las plantas tienen
derecho a vivir y son bellas a su manera, pero la labor del jardinero consiste
en darles un lugar apropiado y saber desprenderse de lo que ya no sirve o está
impidiendo el crecimiento de las demás especies. El buen floricultor comprende
que no deben competir por el mismo espacio las zarzas y las azucenas, que las
plantas a veces necesitan guías o deben ser podadas, pero acepta que los seres
vivos no se comportan siempre como uno desearía y no se empeña en actuar contra
natura.
De la misma manera, creo que
cada uno debe tratar de cuidar y ordenar, con igual paciencia y cariño, las
diversas tendencias que tienen cabida en su interior para desarrollarlas de
forma armónica, alentando las más retraídas y frenando las más avasalladoras
hasta alcanzar un equilibrio, pero contando con la sabiduría de la vida, que es
superior a la nuestra.
Ana Cristina López Viñuela
Me encanta Ana ....creo que es uno de los relatos que mas me gan gustado
ResponderEliminarMe ha gustado y ha evocado recuerdos de cuando reformé mi casa, haciendo a la vez una reforma en mi psiquis. Gracias por este provechoso articulo.
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