Cuando Dorothy decidió acudir
al todopoderoso mago de Oz para que la ayudara a regresar a su hogar desde
Munchkinland, se le unieron tres personajes, que también tenían un deseo que pedir
al mago: el espantapájaros quería un cerebro, el hombre de hojalata un corazón
y el león valentía. Mas para alcanzar la Ciudad Esmeralda debían seguir el
sendero de baldosas amarillas, venciendo numerosos obstáculos. Al final resultó
que el mago no pasaba de ser un ilusionista barato, pero no era tonto, así que
les planteó que tenían que pasar una prueba para alcanzar sus anhelos:
conseguir la escoba de la malvada Bruja del Oeste. Para superar todas las
dificultades y enfrentarse a sus miedos, el espantapájaros tuvo que desarrollar
su ingenio, el hombre de hojalata manifestar sus sentimientos y el león hacer
uso de su coraje. Lo que anhelaban siempre estuvo junto a ellos, a pesar de
cuánto sentían su carencia. Incluso Dorothy
llevó siempre en sus pies las zapatillas de rubí que necesitaba para volver a
su mundo.
Hace un tiempo participé en
una dinámica en la que me pedían que pensase en una persona que admirara mucho
y escribiera en un papel sus cualidades más sobresalientes. Recordando a mi padre
rápidamente surgió una larga lista: coherencia, sentido del humor, bondad,
generosidad, personalidad, inconformismo, aceptación, falta de prejuicios,
disposición a la ayuda, responsabilidad. Pero la segunda parte del ejercicio
consistía en que una compañera tomaba mi lista y me la leía, en segunda persona
del singular y con convencimiento. Cuando le oí decir a María José que YO era
coherente, bienhumorada, bondadosa, etc., me resultaba difícil de creer e
incluso llegué a emocionarme. Pero es cierto que lo que uno reconoce en los
demás, en cierta forma vive en él, aunque sólo sea como germen.
Lo recordé cuando en fechas
recientes un amigo me sugirió que pensara en una cualidad que admiro de otras
personas y que observara qué acciones realizan. Por ejemplo, si envidio la
sociabilidad de alguien, puedo darme cuenta de que me llama por mi nombre, se
acuerda de preguntarme cómo resultó mi último plan o lleva cuenta de mi
cumpleaños y fechas señaladas. Y ¿qué me impide hacer lo mismo? No entramos en
que tenga que hacer un esfuerzo o en que no me apetezca, sino sólo si podría
hacerlo. Y por supuesto que sí está a mi alcance.
Me venía a la mente lo que
Juan comentaba en su artículo “Los héroes son para emularlos, no para
disimularlos”, de que no sirve para nada situar en un pedestal y perfumar con
incienso a las personas que admiro, sino fijarme en qué es lo que hacen e
imitar las actitudes y comportamientos que considero ejemplares. Tal vez lo que
“finjo” se acabe haciendo connatural a mí misma y saliéndome sin esfuerzo, pero
eso no sucederá si no me lo propongo y me mantengo constante en mi
intención. A mí, por ejemplo, siempre me
han maravillado las personas serenas y equilibradas, y después de pensar qué es
lo que tienen en común me he dado cuenta de que no dan demasiada importancia a
lo que les pasa. Por eso he comenzado a practicar unos minutos de meditación
antes de ir a trabajar, para distanciarme de los sucesos cotidianos y no
identificarme con ellos. ¿Me apetece madrugar? No. ¿Estoy supercentrada todo el
rato? No. ¿Ya no me altero nunca durante el día? No. Pero sí estoy notando poco
a poco cómo sale a la luz esa paz interior que pugna por emerger a la
superficie, oculta como la estatua en el bloque de mármol. Ahora te toca a ti:
¿Qué deseas? ¿Qué vas a hacer para conseguirlo?
Ana Cristina López Viñuela
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