El verbo “conmover” procede
del latín conmovere, que si nos
fiamos sólo de los elementos que lo componen, significa “mover con” y se podría
traducir “emocionar”, por esa razón propongo llamar “conmovimiento” a esa
sensación de que una fibra vibra en nuestros adentros en la misma frecuencia
que un estímulo recibido desde el exterior, al unísono o creando una armonía o
una disonancia.
En mi pueblo hay una fuente,
la Marinela, que solo mana después de una época de lluvias continuadas, pues en
esas condiciones el agua subterránea colma la capa freática y sale al exterior.
Se dice que cuando brota la Marinela hay un loco más en la localidad. No sé si
esto es un hecho científico, pero a veces siento como si me rebosase a mí
también un manantial interior, que me sube por el pecho y se me derrama por los
ojos, mansamente, cuando me inunda la admiración, la plenitud, la compasión, la
dicha, la belleza, el amor… y entrara en un estado, no diré de locura, pero sí
de “alteración de conciencia”.
Haced un caso relativo a lo
que voy a decir a continuación, que yo no tengo nada de maestra espiritual,
pero pienso que es un error eso de creer que la experiencia mística es algo
propio sólo de gurús y santones. Pienso más bien que no le damos una
oportunidad para manifestarse en nuestras vidas o, simplemente, no la
reconocemos cuando se produce. No hay que olvidar que está muy relacionada con
la “contemplación”, con observar en silencio interior (y exterior), aquietando
los sentidos, abierta el alma a la maravilla y al misterio. ¿Cómo llamar si no
a esa luz súbita y penetrante que nos hace percibir lo invisible, a esa energía
desconocida que nos patalea en las entrañas, a ese sentirse en comunión que
experimentamos en ocasiones? Vale que uno no se eleva medio metro del suelo,
pero tal vez su consciencia adquiera una “perspectiva aérea”, una visión que no
se tiene a ras de tierra. No sé.
Heredé de mi padre la
sensibilidad, desbordada fácilmente en lágrimas, pero en los últimos tiempos
afluyen con frecuencia y las permito rodar dulcemente por las mejillas cuando
una canción, una película, una imagen, unas palabras, un testimonio, un gesto…
me llegan al corazón.
Cuando era más joven me
avergonzaba que los demás vieran mis lágrimas. Recuerdo que entre mis amigos
había algunos que tenían la costumbre de vigilar quién estaba llorando durante
las escenas más dramáticas de las películas, para señalarle con el dedo y
burlarse de él. Me costaba retener el torrente, que al final rompía los diques
de contención a pesar de todos mis esfuerzos, quemándome los lacrimales y
haciéndome sentir vulnerable.
He comprobado que rompo a
llorar en los mismos pasajes de los libros, películas o piezas musicales, por
más que me esfuerce por evitarlo o a pesar de las circunstancias. Por ejemplo,
he visto varias veces La misión, y
siempre me conmueve la escena final, ya haya visto la película en el cine o en
la televisión, sola, acompañada o viajando en un autocar, por lo que creo que
hay una pulsación en ella que hace sonar inevitablemente una cuerda en mi
instrumento. Y lo que me hace vibrar no siempre es algo muy grandioso o
melodramático, pues hay canciones infantiles que me afectan profundamente, tanto
o más que un aria de ópera, porque conectan con mis recuerdos o con mis
emociones.
No todas las lágrimas son
iguales, ni tienen por qué expresar tristeza. Las hay purificadoras, emotivas,
compasivas, alegres. Y he aprendido que no compensa tratar de retenerlas y que,
al contrario, si fluyen libremente son liberadoras. No son un síntoma de
debilidad, sino que nos fortalecen porque nos conectan con nosotros mismos.
Nunca te avergüences de
sentir con más o menos intensidad. Ni juzgues a nadie por lo que siente. Trata
más bien de “con-moverte”, de captar esa nota que palpita suavemente en cada
elemento de la naturaleza, en cada obra de arte, en cada ser humano… y que tu
pecho haga de caja de resonancia, para que su melodía te inunde por completo y
su onda expansiva llegue hasta el otro extremo del universo. Regala al mundo tu
canción, la que transforma lo más hermoso de lo que te rodea en algo especial,
una vez filtrado por tu única y personal percepción, pasado por el tamiz de tus
experiencias y acrisolado por el fuego purificador de tu amor. Y deja que sus
acordes se unan a la sinfonía de la creación.
Ana Cristina López Viñuela
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