martes, 18 de junio de 2019

COMO LA VIDA MISMA: JUAN SIN MIEDO


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“Juan Sin Miedo” se titula un cuento popular recogido por los hermanos Grimm, que es la historia de un chico que, como su apodo indica, no sabía lo que era el miedo. Juan emprendió un viaje dispuesto a correr aventuras, esperando encontrarse con algo que le hiciera sentir temor. Ni su encuentro con la bruja, ni con el ogro, ni las tres noches pasadas en un castillo encantado plagado de fantasmas consiguieron aterrorizarle. Como resultado de sus hazañas se casó con una princesa y acabó conociendo el miedo cuando su mujer, al objeto de darle lo que tanto tiempo llevaba buscando, derramó sobre él una jarra de agua fría mientras estaba durmiendo. Al pillarle desprevenido se asustó, pero la princesa le guardó el secreto y nunca perdió su fama de osado.

¿Quién es el valiente que no tiene miedo a nada? Sospecho que nadie va a levantar la mano. Yo, desde luego, no. De hecho, si al que le sucede eso lo convierten en protagonista de un cuento será porque es una rareza. No se trata entonces de no sentir miedo, sino de no permitir que tome los mandos de nuestra vida.

Muchas de mis congojas se deben a proyecciones de futuro o reinterpretaciones del pasado, fantasías sobre si lograré un objetivo o si me esperan el fracaso y el rechazo. ¿A qué viene dar vueltas a lo que ya no se puede cambiar? ¿Por qué se va a reproducir la misma situación de nuevo, con los mismos resultados? ¿Y si nunca tiene lugar eso que parece tan terrible o si, cuando pasa, no es para tanto? Don Quijote nos muestra que la primera lección del manual del caballero andante es distinguir los peligros reales de los imaginados. No merece la pena luchar contra molinos de viento pensando que son gigantes; ni batallar contra rebaños de ovejas creyendo que son peligrosos ejércitos. Hay que economizar esfuerzos y reservarse para el presente y para la realidad, que ya es bastante, sin tener la mente colapsada y el corazón encogido a causa de futuribles e hipótesis amenazantes, porque no se puede vivir en un estado de terror permanente sin que se acabe convirtiendo en algo patológico.

Pero hay muchas situaciones de la vida real que pueden infundir pavor: la soledad, la enfermedad, el desvalimiento, la muerte. Observad que si Juan fue capaz de enfrentarse con osadía a seres espeluznantes fue porque los encaró sin prejuicios, considerando que los que le atacaban no eran extraordinarios ni espantosos, porque a veces lo que nos amedrenta es la alargada sombra de un ratoncillo o el estrepitoso crujir de las vigas de madera. En ocasiones es la propia magnitud que otorgamos a lo que nos produce miedo lo que le da tanto poder sobre nosotros: igual que las brujas, los ogros y los fantasmas huyen de Juan cuando les planta cara, puede suceder que nuestros miedos se diluyan en la nada o se reduzcan a su verdadera dimensión si los miramos a los ojos. Creo firmemente que “Dios aprieta, pero no ahoga” o, lo que es lo mismo, que siempre encontraremos la fuerza necesaria para soportar el peso que nos toque aguantar… pero no antes de que las circunstancias se produzcan, ni en prevención de lo que pudiera suceder. Quizás en el futuro padezcamos un cáncer pero hoy no, ¿para qué preocuparse entonces? Confiemos en que cuando llegue el momento seremos capaces de afrontar lo que venga, pero ahora toca disfrutar de nuestra salud o, tal vez, llevar con paciencia y alegría un dolor de cabeza o de juanetes. Día a día, desafiando los problemas según se vayan presentando, podemos con todo.

¿Por qué Juan, que se había enfrentado a mil peligros, sólo se sobresaltó cuando estaba desprevenido, tranquilo, rodeado de personas a las que amaba, cuando se sentía seguro? Precisamente por eso, porque no estaba alerta y, tal vez, porque ahora tenía algo que perder: su esposa, su incipiente familia, su situación de privilegio. Habitualmente sentimos miedo cuando nos damos cuenta de lo frágil que es aquello en lo que hemos puesto nuestra felicidad, lo que constituye nuestro “tesoro”, al que nos aferramos como si tuviéramos tentáculos adhesivos. Muchas veces no apreciamos ni agradecemos la suerte de disponer de medios materiales, personas que nos aman y cuidan, influencias, salud… hasta que corremos el riesgo de perderlos. Si nos apegamos a ello, se nos va a hacer cuesta arriba la sola idea de tener que prescindir de aquello que era tan cotidiano, tan cómodo, tan reconfortante, a lo que pensamos que teníamos “derecho” y que nos debería acompañar siempre. Solo se vence el miedo a la pérdida si se tiene el coraje de ir desprendiéndose voluntariamente de lo que no va a acompañarnos a la tumba y se afronta la vida sin lastres en el corazón, con la conciencia de estar de paso, llevando una pequeña mochila con sólo lo necesario, en lugar de ir agobiados cargando con el baúl de la Piquer, lleno hasta reventar de apegos a cosas inútiles, pasajeras o banales.

Hay que reconocerle una función al temor, la de que nos obliga a reflexionar sobre lo que somos y queremos. Nunca seremos verdaderamente libres si no nos encaramos con nuestros miedos, reales o ficticios, ni encontraremos sentido a nuestra existencia sin asomarnos al misterio y experimentar el vértigo de la incertidumbre. Ayuda confiar en algo superior a nosotros mismos, en que hay un plan maestro que da significado a lo que nos rodea, en la trascendencia. Pero sean cuales sean nuestros convencimientos y creencias, lo que no podemos es dejar de afrontar esas realidades dolorosas directamente, puesto que son ineludibles y, tal vez, al mirarlas de frente y a plena luz, se desvanezcan los monstruos o pierdan su aterradora apariencia.
Ana Cristina López Viñuela

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