
“Juan Sin Miedo” se titula
un cuento popular recogido por los hermanos Grimm, que es la historia de un
chico que, como su apodo indica, no sabía lo que era el miedo. Juan emprendió
un viaje dispuesto a correr aventuras, esperando encontrarse con algo que le
hiciera sentir temor. Ni su encuentro con la bruja, ni con el ogro, ni las tres
noches pasadas en un castillo encantado plagado de fantasmas consiguieron
aterrorizarle. Como resultado de sus hazañas se casó con una princesa y acabó
conociendo el miedo cuando su mujer, al objeto de darle lo que tanto tiempo
llevaba buscando, derramó sobre él una jarra de agua fría mientras estaba
durmiendo. Al pillarle desprevenido se asustó, pero la princesa le guardó el
secreto y nunca perdió su fama de osado.
¿Quién es el valiente que no
tiene miedo a nada? Sospecho que nadie va a levantar la mano. Yo, desde luego,
no. De hecho, si al que le sucede eso lo convierten en protagonista de un
cuento será porque es una rareza. No se trata entonces de no sentir miedo, sino
de no permitir que tome los mandos de nuestra vida.
Muchas de mis congojas se
deben a proyecciones de futuro o reinterpretaciones del pasado, fantasías sobre
si lograré un objetivo o si me esperan el fracaso y el rechazo. ¿A qué viene
dar vueltas a lo que ya no se puede cambiar? ¿Por qué se va a reproducir la
misma situación de nuevo, con los mismos resultados? ¿Y si nunca tiene lugar
eso que parece tan terrible o si, cuando pasa, no es para tanto? Don Quijote
nos muestra que la primera lección del manual del caballero andante es
distinguir los peligros reales de los imaginados. No merece la pena luchar
contra molinos de viento pensando que son gigantes; ni batallar contra rebaños
de ovejas creyendo que son peligrosos ejércitos. Hay que economizar esfuerzos y
reservarse para el presente y para la realidad, que ya es bastante, sin tener
la mente colapsada y el corazón encogido a causa de futuribles e hipótesis
amenazantes, porque no se puede vivir en un estado de terror permanente sin que
se acabe convirtiendo en algo patológico.
Pero hay muchas situaciones
de la vida real que pueden infundir pavor: la soledad, la enfermedad, el
desvalimiento, la muerte. Observad que si Juan fue capaz de enfrentarse con
osadía a seres espeluznantes fue porque los encaró sin prejuicios, considerando
que los que le atacaban no eran extraordinarios ni espantosos, porque a veces
lo que nos amedrenta es la alargada sombra de un ratoncillo o el estrepitoso
crujir de las vigas de madera. En ocasiones es la propia magnitud que otorgamos
a lo que nos produce miedo lo que le da tanto poder sobre nosotros: igual que
las brujas, los ogros y los fantasmas huyen de Juan cuando les planta cara,
puede suceder que nuestros miedos se diluyan en la nada o se reduzcan a su
verdadera dimensión si los miramos a los ojos. Creo firmemente que “Dios
aprieta, pero no ahoga” o, lo que es lo mismo, que siempre encontraremos la
fuerza necesaria para soportar el peso que nos toque aguantar… pero no antes de
que las circunstancias se produzcan, ni en prevención de lo que pudiera
suceder. Quizás en el futuro padezcamos un cáncer pero hoy no, ¿para qué
preocuparse entonces? Confiemos en que cuando llegue el momento seremos capaces
de afrontar lo que venga, pero ahora toca disfrutar de nuestra salud o, tal
vez, llevar con paciencia y alegría un dolor de cabeza o de juanetes. Día a
día, desafiando los problemas según se vayan presentando, podemos con todo.
¿Por qué Juan, que se había
enfrentado a mil peligros, sólo se sobresaltó cuando estaba desprevenido,
tranquilo, rodeado de personas a las que amaba, cuando se sentía seguro?
Precisamente por eso, porque no estaba alerta y, tal vez, porque ahora tenía
algo que perder: su esposa, su incipiente familia, su situación de privilegio.
Habitualmente sentimos miedo cuando nos damos cuenta de lo frágil que es
aquello en lo que hemos puesto nuestra felicidad, lo que constituye nuestro
“tesoro”, al que nos aferramos como si tuviéramos tentáculos adhesivos. Muchas
veces no apreciamos ni agradecemos la suerte de disponer de medios materiales,
personas que nos aman y cuidan, influencias, salud… hasta que corremos el
riesgo de perderlos. Si nos apegamos a ello, se nos va a hacer cuesta arriba la
sola idea de tener que prescindir de aquello que era tan cotidiano, tan cómodo,
tan reconfortante, a lo que pensamos que teníamos “derecho” y que nos debería
acompañar siempre. Solo se vence el miedo a la pérdida si se tiene el coraje de
ir desprendiéndose voluntariamente de lo que no va a acompañarnos a la tumba y
se afronta la vida sin lastres en el corazón, con la conciencia de estar de
paso, llevando una pequeña mochila con sólo lo necesario, en lugar de ir
agobiados cargando con el baúl de la
Piquer, lleno hasta reventar de apegos a cosas inútiles, pasajeras o
banales.
Hay que reconocerle una
función al temor, la de que nos obliga a reflexionar sobre lo que somos y
queremos. Nunca seremos verdaderamente libres si no nos encaramos con nuestros
miedos, reales o ficticios, ni encontraremos sentido a nuestra existencia sin
asomarnos al misterio y experimentar el vértigo de la incertidumbre. Ayuda
confiar en algo superior a nosotros mismos, en que hay un plan maestro que da
significado a lo que nos rodea, en la trascendencia. Pero sean cuales sean
nuestros convencimientos y creencias, lo que no podemos es dejar de afrontar
esas realidades dolorosas directamente, puesto que son ineludibles y, tal vez,
al mirarlas de frente y a plena luz, se desvanezcan los monstruos o pierdan su
aterradora apariencia.
Ana Cristina López Viñuela
Estupenda reflexión, muchas gracias Ana
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