Voy
caminando, a punto de salir de nuevo a la civilización, voy distraída,
pensando, escuchando música, viendo el paisaje, cuando entre los árboles me
asalta una imagen que hace que me dé un vuelco el corazón.
Veo
un carro de supermercado con un viejo colchón raído debajo y dentro dos maletas
y otros enseres, al lado sentado en un banco un hombre que no podría calcular
su edad, con barba oscura con algunas canas y una gorra.
Permanecía
sentado, inmóvil, con la vista fija en el suelo, fumando lentamente un
cigarrillo que parecía reconfortarlo y consistía en su única compañía.
Ya
no oigo la música, la escena me conmueve, choca con nuestro ritmo acelerado,
nuestras prisas, el deseo de acumular lo que llamamos riqueza, y que sólo son
cosas.
Sigo
caminando con la mirada profunda de ese hombre en mi mente, le miré un sólo
instante, no quise invadir su intimidad, al fin y al cabo, él estaba en su
casa, y yo no estaba invitada.
Pensar
que podía vivir con lo que tenía allí me produjo en un primer momento pena, me
lo imaginaba siendo un niño, alegre, sin preocupaciones, libre, su
adolescencia, su primer amor, sus padres…
Trataba
de adivinar que desencadenaría acabar en una situación así, mientras avanzaba,
me cruzaba con coches caros, pasaba por tiendas de ropa de marca, dejaba atrás
edificios lujosos…
A la
vez que me alejaba y la imagen que había visto se difuminaba en mi mente iba
calando en mí la sensación de que igual la riqueza no está en el camino que la
buscamos, que igual ser ricos nos hace pobres, desde luego yo no sería capaz de
asegurar con rotundidad que aquel hombre era infeliz.
INMA
REYERO DE BENITO
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