Un miércoles lluvioso de invierno, mientras la ciudad
despierta a golpe de café cargado y las farolas se van a dormir, un grupo
heterogéneo de personas está a punto de emprender un nuevo proyecto.
A simple vista no se aprecia ninguna similitud entre
ellas. Diferentes circunstancias les han encaminado al mismo lugar con un
objetivo común, mejorar sus vidas.
Antes de avanzar hacen una breve presentación. Cuando
nos llaman por nuestro nombre nos sentimos valorados, escuchados y más
receptivos.
Se estrena Luis, es peruano, habla mucho y deprisa.
Calcular su edad es complicado, la vitalidad que emana contrasta con sus manos
desgastadas, con toda probabilidad, por largas jornadas laborales. Desde que
llegó a la ciudad hace diez meses vive con su mujer y cuatro hijos, otros dos
continúan en Perú.
Aivin es cubana, sus ojos bailan salsa. Tan pronto
habla de su esposo con raíces leonesas, como de un guiso de su tierra y, casi a
la vez, explica cómo se siente cuando la ansiedad le lleva a comer a horas
intempestivas porque los días sin encontrar trabajo aumentan al ritmo que
disminuyen sus ahorros. Tiene una hija, no sabe cuándo la volverá a ver, se
casó a los dieciocho años en Estados Unidos y vive allí.
Aunque todos comparten la misma ilusión, a sus sueños les
separan miles de kilómetros e incluso océanos.
Una persona sólo escucha, a la vez que baja la mirada,
hace recuento de las oportunidades perdidas ¿qué hubiera hecho cada uno de
ellos con una sola? Se sabe afortunada y da gracias en silencio. A veces tienen que recordarnos que nacimos en
el lado bueno. Y no sabe ni la mitad…
Mientras asimila, dos chicos, que son los más jóvenes
del grupo, se entienden con la mirada, no consiguen acallar esa risa nerviosa
que se desencadena en los momentos más inesperados. A uno se le cae un boli, el
otro intenta recogerlo, sus cabezas chocan, lo que provoca más risas.
Le toca el turno a Reza, era cocinero y peluquero en
Irán. Un puñado de semanas decidirán su futuro, si no encuentra trabajo tendrá
que irse. De pronto se hace el silencio, más miradas se dirigen al suelo. Un
suelo en el que no hay nada que mirar, sólo un boli convertido en ese testigo
que todos deberíamos recoger en un relevo por la solidaridad. Tan solo quiere
un trabajo, ganar un poco de dinero para vivir y somos el último corredor de la
posta.
Sobrevuelan mezclándose con el aroma de los guisos,
sus historias, convertidas en cometas sin rumbo que se enredan en un punto
entre el suelo y la nada.
La maestra de ceremonias desata nudos, con la magia
propia de un hada madrina mientras esparce polvo de especias color Esperanza.
Con el reparto de gorros y mandiles, se recobra el buen ambiente.
El último en hablar es Aghmad, nadie entiende su
nombre, está acostumbrado y lo repite con una sonrisa. La guerra de Siria le
obligó a escapar. Le cuesta hablar nuestro idioma, lo compensa con una
creatividad desbordante, monta platos, los decora, crea un photocall
improvisado con cuatro cajas y pide fotos, en todas aparece sonriendo. Se
comunica con el idioma universal de la creatividad.
No volveré a quejarme por cuestiones superficiales, se
repite mientras practica el corte "brunoise" con una zanahoria, un
movimiento mecánico que ha perdido toda importancia. El motivo que la llevó
allí ya no es prioritario. Traga saliva.
Los olores de los guisos se acompañan en un maridaje
perfecto con el calor de las historias, unas vidas tan valiosas como otras, que
no reprochan, que solo gritan dignidad, que miran igual, que sienten igual, que
también sangran y las dejamos desangrarse.
Ya que estamos entre fogones, estaría bien quemar sus
miedos, saltear sus dudas, poder flamear un par de buenos momentos, aderezar
sus deseos con una pizca de ilusión, ensartar brochetas con la receta de la
felicidad y, ya puestos, dejar un mundo de toma pan y moja.
A veces la vida nos muestra su cruz, pero hay ángeles
que la pintan de rojo, porque unidos somos más; porque una Cruz Roja es una
estrella que guía caminos sin luz, construye puentes y hace que cualquier
historia, por triste que parezca, pueda convertirse en un Cuento de Navidad.
INMA REYERO DE BENITO
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