viernes, 10 de abril de 2020

COMO LA VIDA MISMA – DE NÚMEROS Y PERSONAS



¿Cuál es la mejor forma de atenuar una realidad inaceptable? Convertirla en una estadística. De esa manera, se puede “asumir” un determinado número de muertos, enfermos o desdichados del tipo que sea, en aras a conservar cierto modo de vida o algunos privilegios, o se puede considerar como “un avance” la escasez o la disminución de unos casos que son inadmisibles aunque solo se tratara de la circunstancia de un único individuo. La trampa consiste en hacer ver que esas cifras no nos van a alcanzar. Lo estamos comprobando a propósito del coronavirus. Mientras estábamos hablando de chinos, unos miles de personas no significaban demasiado. Incluso cuando se trataba de colectivos concretos en los que no nos sentíamos incluidos, como los ancianos o los pacientes con patologías previas, parecía que se podía obrar con cierta frivolidad o desentenderse. Pero cuando eso mismo afecta a nuestra familia, a la gente de nuestro entorno o a nosotros, ¡hay que ver cómo cambia el cuento!

Cuando la realidad nos cerca y sentimos su aliento en la nuca, ya no pensamos en el “bien mayor” ni en la macroeconomía, sino en la tragedia concreta de la persona que conocemos. Por ejemplo, estoy segura de que la perspectiva del enfermo que agoniza en un hospital es muy distinta de la del político que habla de “contagio controlado”, asumiendo las víctimas como un “mal necesario”.

Una enseñanza que nos deja el Covid19, pero que es aplicable a muchos otros asuntos: la pobreza, la desigualdad, la situación de quienes por su edad, salud o características no son “rentables”… Ojalá ahora que nos vemos convertidos nosotros mismos en una estadística, ya sea de personas con síntomas o asintomáticas, infectados, hospitalizados, muertos, familiares, trabajadores “regularizados laboralmente”, autónomos que no llegan a fin de mes o empresarios con problemas de liquidez, seamos capaces de empatizar con otros seres vulnerables y comprender que no son “tantosporcientos” ambulantes, sino que sienten y padecen, como nosotros.

Ahora que se han limitado las posibilidades de gastar, el dinero parece recobrar su verdadera dimensión y, salvo incorregibles excepciones, todos hemos vuelto a valorar más el tiempo, la compañía, la solidaridad. Los vecinos, los sanitarios, los empleados del supermercado, los tenderos, los basureros, los limpiadores, los profesores, los cuidadores, los miembros de cuerpos de seguridad, los agricultores y ganaderos… han dejado de ser unos seres “prescindibles” a los que puedo ignorar o unos “privilegiados” a los debo poner en su sitio, que están ahí para servirme o que tengo derecho a despreciar o maltratar porque están a sueldo o “los pago con mis impuestos”. Ya nos sentimos más sensibles respecto a lo necesarios que son ciertos servicios o al porcentaje del PIB que se emplea en esto o lo otro, y estamos más dispuestos a contribuir a sufragar los gastos con tal de conservar las prestaciones.

El famoso lema de “no dejar a nadie atrás” significa, en último término, ser consciente de que cada ser humano con el que nos relacionamos tiene un nombre, una historia y una dignidad. Y que merece ser tratado con la máxima consideración y respeto, porque es insustituible y valioso, y porque le necesitamos tanto o más de lo que él o ella precisa de nosotros.

Confío en que no se nos olvide esta lección en el futuro y que esta crisis nos haya servido para comprender que, si le va mal al conjunto de la humanidad o incluso a un único ser humano, también, a nosotros nos afecta. El egoísmo nunca sale rentable porque, como dice la sabiduría popular, “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. Mejor trabajar unidos por un mundo mejor para todos, sin exclusiones. Con o sin Covid, ahora y siempre.

Ana Cristina López Viñuela

1 comentario:

  1. Mi deseo es q aprendamos la lección pero no estoy segura d si lo conseguiremos.

    ResponderEliminar

Tu comentario aparecerá una vez revisado por el moderador de la página. Gracias.