¿Cuál es la mejor forma de
atenuar una realidad inaceptable? Convertirla en una estadística. De esa manera,
se puede “asumir” un determinado número de muertos, enfermos o desdichados del
tipo que sea, en aras a conservar cierto modo de vida o algunos privilegios, o
se puede considerar como “un avance” la escasez o la disminución de unos casos que
son inadmisibles aunque solo se tratara de la circunstancia de un único
individuo. La trampa consiste en hacer ver que esas cifras no nos van a
alcanzar. Lo estamos comprobando a propósito del coronavirus. Mientras estábamos
hablando de chinos, unos miles de personas no significaban demasiado. Incluso cuando
se trataba de colectivos concretos en los que no nos sentíamos incluidos, como
los ancianos o los pacientes con patologías previas, parecía que se podía obrar
con cierta frivolidad o desentenderse. Pero cuando eso mismo afecta a nuestra
familia, a la gente de nuestro entorno o a nosotros, ¡hay que ver cómo cambia
el cuento!
Cuando la realidad nos cerca y
sentimos su aliento en la nuca, ya no pensamos en el “bien mayor” ni en la
macroeconomía, sino en la tragedia concreta de la persona que conocemos. Por
ejemplo, estoy segura de que la perspectiva del enfermo que agoniza en un
hospital es muy distinta de la del político que habla de “contagio controlado”,
asumiendo las víctimas como un “mal necesario”.
Una enseñanza que nos deja el
Covid19, pero que es aplicable a muchos otros asuntos: la pobreza, la
desigualdad, la situación de quienes por su edad, salud o características no
son “rentables”… Ojalá ahora que nos vemos convertidos nosotros mismos en una
estadística, ya sea de personas con síntomas o asintomáticas, infectados,
hospitalizados, muertos, familiares, trabajadores “regularizados laboralmente”,
autónomos que no llegan a fin de mes o empresarios con problemas de liquidez, seamos
capaces de empatizar con otros seres vulnerables y comprender que no son “tantosporcientos”
ambulantes, sino que sienten y padecen, como nosotros.
Ahora que se han limitado las
posibilidades de gastar, el dinero parece recobrar su verdadera dimensión y,
salvo incorregibles excepciones, todos hemos vuelto a valorar más el tiempo, la
compañía, la solidaridad. Los vecinos, los sanitarios, los empleados del
supermercado, los tenderos, los basureros, los limpiadores, los profesores, los
cuidadores, los miembros de cuerpos de seguridad, los agricultores y ganaderos…
han dejado de ser unos seres “prescindibles” a los que puedo ignorar o unos
“privilegiados” a los debo poner en su sitio, que están ahí para servirme o que
tengo derecho a despreciar o maltratar porque están a sueldo o “los pago con
mis impuestos”. Ya nos sentimos más sensibles respecto a lo necesarios que son
ciertos servicios o al porcentaje del PIB que se emplea en esto o lo otro, y
estamos más dispuestos a contribuir a sufragar los gastos con tal de conservar
las prestaciones.
El famoso lema de “no dejar a
nadie atrás” significa, en último término, ser consciente de que cada ser
humano con el que nos relacionamos tiene un nombre, una historia y una
dignidad. Y que merece ser tratado con la máxima consideración y respeto,
porque es insustituible y valioso, y porque le necesitamos tanto o más de lo que
él o ella precisa de nosotros.
Confío en que no se nos olvide
esta lección en el futuro y que esta crisis nos haya servido para comprender
que, si le va mal al conjunto de la humanidad o incluso a un único ser humano,
también, a nosotros nos afecta. El egoísmo nunca sale rentable porque, como
dice la sabiduría popular, “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las
tuyas a remojar”. Mejor trabajar unidos por un mundo mejor para todos, sin
exclusiones. Con o sin Covid, ahora y siempre.
Ana Cristina López Viñuela
Mi deseo es q aprendamos la lección pero no estoy segura d si lo conseguiremos.
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